A Juan Gabriel, con amor eterno
En cinco años, San Juan cumple 500. A partir de 1521, han sido muchos los nacimientos y las muertes de sus espacios, de las memorias e historias que se enhebran en aquel promontorio originario que se soñó en piedra gótica. Desde el momento en que los colonos, huyendo de los mosquitos y persiguiendo fantasías comerciales llegaron a la isleta, las muchas ciudades de San Juan han cohabitado, se han cruzado y desconocido entre sí.
Aníbal Sepúlveda, en su monumental Atlas Histórico del Puerto Rico Urbano, incluye un plano enigma en el que el embrionario Morro aparece clavado por una cruz sobredimensionada. San Juan es la sede del primer inquisidor de América. Cruz y altar ordenan la ciudad desde la ley y las constricciones pétreas sobre los cuerpos y las almas.
Los sueños grandilocuentes de la ciudad se desvanecieron pronto. Ya desde 1534, la gente se quería ir, como muchos en 1946 a Nueva York, como tantos otros hoy a Orlando. Para someter a los levantiscos hubo que quemarles las plantas de los pies. Tortura para los cuerpos, medicina amarga para que la ciudad siguiera viviendo.
San Juan sobrevive con los trasiegos; la ley se acata pero no se cumple. Cuando el Mariscal O’Reilly llega a San Juan en 1765 como precoz junta fiscal, encuentra que la indeterminación reina en la ciudad. Los soldados viven al cobijo de sus caseras negras; los cuerpos mestizos se multiplican; los uniformes se amontonan bajo las hamacas.
La ciudad será higienizada y ordenada a tiempo para el siglo que se inaugura. Los cuerpos reciben pornográfica atención. Es que pueden subvertirse por las ideas exóticas; pueden entrar en uniones escandalosas que violen los códigos raciales. Clases peligrosas son las lavanderas que manejan aguas sucias que mezclan ropas y peligrosos son aquellos que no tienen oficio ni beneficio. Hay que imponer bandos de policía y buen gobierno. El San Juan del 19 es afán de modernidad homogeneizadora pero también de fugas y desvíos impenitentes.
Otras ciudades se mueven entre lo prohibido y el desafío: una nocturnal que Federico Asenjo envuelve en tules de insinuación; la afiebrada por los miasmas de la enfermedad y el hacinamiento; la femenina – de poetisas, esclavas, cocineras- cada una en su sitio como decretan los modales de Carreño, las admoniciones eclesiásticas y los desvelos de Salvador Brau, consternado por los bailes que rozan cuerpos y pecados. Y está el San Juan de Alejandro Tapia- el de la revista La Azucena y el de Póstumo, cuerpo adelantado, nómada y transformer. Son ciudades convocadas por María del Carmen Baerga, Aixa Merino, Laura Náter, César Salgado, Rubén Morera, de las que abreva Javier Laureano.
Con el 20, San Juan se deshace de gran parte de su corsé de piedras y se abre a extramuros. Tras casi tres siglos de miedo al holandés, la ciudad se deja acariciar por el mar. Mucha de la geografía de San Juan Gay es playera, de costa. El mar es uno de los componentes del nuevo régimen de visibilidad y de performance al que nos encamina Javier Laureano, un mar que revela secretos y formas del cuerpo.
Hay un afán de exhibir riquezas reales y artificiales pero que brillen como los trajes de lentejuelas y canutillos de reinas de carnaval. Los sanjuaneros se toman miles de fotografías, se peinan y se visten para ser vistos en plan moda. Vidas y rostros son prestados del cine. Beatriz Sarlo habla de la ciudad vista. Javier Laureano avista una ciudad que constituye un nuevo panorama al torcer la segunda mitad de la centuria pasada. La historia que narra el autor abraza las ciudades que he descrito en espesura espacial y temporal expedita y otras tantas que tenemos que seguir sacando de sus sombras. Sombras de vida y sombras de archivo.
Es la ciudad que Javier maquetiza con el detalle justo, el sentimiento compartido con sus identidades dolientes y la alegría rampante de sus audacias y victorias. Una ciudad de tacones lejanos, de muertes enllagadas, de cotorritos y Serafín sin fin, de socializaciones a media luz y a guiño y la ciudad de fundamentalismos que arrastra las cadenas de lo trancado y lo motejado.
En 1949 se inaugura el Caribe Hilton y el Condado acomoda desde entonces a una ciudad turística. Tríos con pavas amenizan el programa de una modernidad tropical. San Juan es la ciudad capital de Fiesta Island. Camina Javier y yo le sigo. De los 50 y 60, cuyo lema desde la atalaya heteronormativa pudo haber sido el de la periodista y comentarista social Ángela Luisa “lo importante es que no se exhiban”, recalo en tres iluminaciones que Javier enciende de la incipiente ciudad gay.
- Las primeras capas de la ciudad gay se intersecan con la ciudad desarrollista, capital del ELA. Johnny Rodríguez, el autor, cantante y showman sin par es el compositor de Jalda Arriba, el himno del Partido Popular Democrático y el empresario y productor años más tarde de El Cotorrito, un espacio iniciático de travestismo y cuyo programa-souvenir es para Javier una pieza clave en el archivo gay de la ciudad.
- La incipiente televisión boricua y su repertorio de personajes afeminados y de hombres interpretando a mujeres vestidos como tales es parte también de aquella secuencia de travestismos raciales, políticos y sociales. Pero en su discusión sobre el afeminado Serafín sin Fin interpretado por José Miguel Agrelot, Javier advierte también a capacidad militante de una comunidad que logra sacar al personaje de pantalla.
- La tercera es la opinión pública manufacturada por el periódico El Mundo cuyos moralismos inscriben a la homosexualidad como desviación y subversión.
Javier ansía contar la ciudad gay en su tríptico de exuberancia, muerte y reconciliación con los que termina el siglo e inicia el 21. Es cuando el libro se torna fieramente autobiográfico. El San Juan de los 70 propone liberaciones corporales y de espacios inéditos, diversos, revestidos de luces. Nunca mejor nombre para la primera hoja combativa del San Juan Gay: Pa’ afuera. Pero es también una ciudad sobre la cual se posa el ojo inclemente de la represión. La criminalización del cuerpo gay en San Juan en los 70 tiene muchas analogías con la contrarrevolución en Brasil, Argentina y Chile donde para los regímenes de mano dura se enredan las subversiones políticas tradicionales y las subversiones del cuerpo. Los censores vigilan y aguardan como vigilaron y aguardaron a los cuerpos juveniles que subieron al Cerro Maravilla.
Cuando el SIDA ataca en los ochenta, los inquisidores parecen haber ganado. Es una mala hora, la de los fluidos estigmatizados que contaminan. La ciudad queda cicatrizada, culpable por permitir lo desviado y lo indiferenciado. Pero como en los asedios de antaño, las mutilaciones de la ciudad y del cuerpo se vuelven clarín. La enfermedad metaforizada como ira divina mutará en zona de guerra. Contra los códigos, contra los políticos venales e hipócritas, contra las autoridades que roban el dinero del SIDA, y en lo que es un Yo Acuso inapelable contra los medios de comunicación parapetados en castillos de pureza.
La primera Parada Gay en 1991 es pistoletazo de salida para la repolitización de la ciudad gay con un elenco nuevo de líderes, de militancias cruzadas con otros grupos marginalizados, con una diáspora circular que hermana ciudades y reivindicaciones y con la reocupación cauta de los espacios abandonados en los tiempos del SIDA. Pero el Ángel Exterminador acecha. Su guadaña cae sobre decenas de víctimas cuyos post mortem revelan más de una muerte: la perpetrada por el asesino serial El Ángel de los Solteros, guardián de las tinieblas heteronormativas y la de la cobertura noticiosa, donde víctimas y asesinos son equivalentes. La ciudad es en las páginas de El Vocero pero también en El Nuevo Día y en los noticiarios de la televisión un locus contra natura como lo son las víctimas.
La palabra gay es de origen occitano. La gaya ciencia es poesía, fue el oficio de trovadores en la Antigua Provenza. Gozo, felicidad abierta y pública, para cantarla.
En el mundo de intensa entropía del siglo XX, viejas y nuevas ansiedades asfixiaron la palabra gay para intentar convertirla – con éxito efímero- en signo de escarnio y de muerte. En este maravilloso libro, su autor revisita los misterios del gozo, del dolor y de la gloria de una ciudad de San Juan, creada desde la memoria carnal y la memoria cultural, que es siempre la esencia oceánica de un archivo. Ciudad surgida, ahogada, sumergida, varada y devuelta a la arena por obra y gracia del historiador Javier Laureano para aparecer a tiempo de celebrar – por aquello de que siga la fiesta- 500 años desde que la barca del mudancero Martín Peña, llena de gentes y tereques, enfilara hacia la isleta. A Juan Gabriel, con amor eterno