La tarea de cambiar nuestro sistema educativo es una bien urgente y compleja. Ahora bien, la urgencia por obtener resultados no debe llevarnos a responder impensadamente o con descuido. Las experiencias trabajando en cambiar prácticas educativas han mostrado que los procesos educativos están enlazados en una compleja red de relaciones.
Al cambiar un elemento nos percatamos de su relación con otros, que si no cambian a su vez, llevan a que las nuevas prácticas retornen a los viejos estilos. Por ejemplo, trabajando nuevas estrategias para la enseñanza de la matemática en la Escuela Manuel Elzaburu observamos la gran diversidad de niveles de comprensión del conocimiento previo requerido para poder entender el concepto que queríamos enseñar. Se requería pues atención individual. Ante la imposibilidad de mayores recursos pensamos en los mismos estudiantes como recurso. Así instituimos pequeños grupos con un líder el cual era responsable de ayudar a sus compañeros.
Originalmente la maestra se sentía incómoda con el arreglo pues la disciplina tradicional no se cumplía, había varios estudiantes hablando a la vez, había movimiento, había actividad. Al reflexionar sobre la situación y compartir esta reflexión conmigo la maestra se fue percatando que el nuevo arreglo, aunque no seguía la disciplina tradicional, promovía el aprendizaje. Cambiar de una estrategia de enseñanza (la conferencia), al trabajo en grupo, requería a su vez cambiar nociones de la disciplina. Si no cambiábamos esta, a la larga los nuevos enfoques se transformaban en las viejas prácticas.
Sosteniendo la red de relaciones hay una serie de concepciones sobre el conocimiento, el aprendizaje, el maestro, el estudiante. Para cambiar las prácticas es necesario cambiar estas concepciones sobre las cuales se monta el andamiaje escolar. De no darse este cambio, las nuevas prácticas, al chocar con concepciones contrarias, regresan a su estado original. Esto explica por qué múltiples proyectos que presentan nuevas estrategias cambian momentáneamente algún elemento del salón, pero a la larga se retorna al modelo anterior.
La psicología cognoscitiva ha comprobado lo difícil que es cambiar concepciones. De hecho, estas no se cambian solo por estar conscientes de sus limitaciones. No es hasta que se presenta una concepción alterna que pueda explicar mejor la realidad que la mayoría de las personas inician su cambio. En el caso de la educación, al esta ser una ciencia basada en la práctica, necesita que las nuevas visiones sobre los procesos de aprendizaje y enseñanza se desarrollen en la práctica, y que en el proceso aprendamos sobre cómo traducir las ideas a la realidad.
Estos procesos toman tiempo. Dada la realidad de nuestro sistema educativo, donde los procesos se interrumpen al cambiar el partido en el poder, es necesario que las universidades, en las cuales hay mayor estabilidad, tomen un papel protagónico en el proceso del cambio de las concepciones que sostienen la cultura escolar. Para esto la propia universidad tiene que cambiar su relación con el sistema educativo. No puede limitarse a dar recetas: tiene que trabajar junto al personal del sistema en construir en la práctica nuevos modelos educativos. En este proceso los propios universitarios aprenderán que la relación entre la teoría y la práctica no es ni automática, ni lineal. Aprenderán también que el cambio de ideas del personal escolar no se puede limitar a conferencias sobre las mismas. De hecho, los mismos principios que se postulan para el aprendizaje de los estudiantes deben guiar el proceso de aprendizaje de los docentes. En otras palabras, es necesario que los docentes participen en la construcción de las alternativas y desarrollen en forma constructiva sus concepciones sobre la enseñanza. Si no se da este proceso, ocurre, entre otras cosas, que el personal del sistema —al igual que los estudiantes— no integran realmente las nuevas ideas.
Las universidades deben trabajar junto al personal escolar en construir en la práctica ejemplos vivos de una cultura escolar en la cual se transforme la enseñanza de un proceso de transmisión de información —en muchas ocasiones de poco interés al estudiante— a un proceso vivo donde el maestro apoya y motiva al estudiante a entender su mundo; de un proceso ajeno a la cultura del joven, a un proceso que tiende puentes con su cultura; de un proceso homogéneo, a uno que toma en consideración los diversos talentos, y que parte de las fortalezas en lugar de acentuar sus debilidades; de un proceso rutinario a uno que despierte las emociones cognitivas, el amor por la búsqueda de respuestas, la excitación al entender una pregunta; de un proceso ajeno a las emociones del estudiante a uno que las toma en cuenta y ofrece al estudiante herramientas para trabajar positivamente con ellas; y de un proceso que aleja aproximadamente al 20% de los estudiantes, a un proceso que abra oportunidades y anime a los jóvenes a proseguir su aprendizaje. Al trabajar en llevar a la práctica esta visión, la propia universidad revisará muchas de sus propias prácticas y teorías educativas.