“Yo no sé lo que es el destino,
Caminando fui lo que fui.
Allá Dios, que será divino.
Yo me muero como viví…”
El necio, Silvio Rodríguez
José Antonio Castillo salió de la cárcel hace cuatro años.
Hoy es consejero y oficial de custodia correccional en instituciones juveniles. Mírelo bien.
Detrás de ese rostro árido y serio hay una cara nueva. Hay un hombre. Un ser humano que a diario se regenera entre la juventud que, olvidada en instituciones correccionales, se aferra a los testimonios como el suyo, que avivan la esperanza de cualquiera.
Quien lo juzgara no imaginaría que ese hombre de rostro árido todavía recuerda con lágrimas el día que volvió a la casa de su madre, tras más de diez años encerrado en las cárceles más peligrosas del País.
Eran muchas las preguntas. Eran demasiados los miedos de volver al barrio donde hace ya unas cuantas vueltas al sol plantaba bandera, y un poquito más que eso.
Hoy su rostro habla. Narra. No hace falta más para saber que detrás de su mirada hay una historia dolorosa que todavía alimenta su conciencia, la conciencia de un hombre nuevo. Por eso, contrario a como dice la canción El necio de Silvio Rodríguez, no podrán decir que pasó de moda la locura ni que la gente es mala y no merece.
“Yo he pasado muchos procesos duros en la vida. El más duro: mi niñez. Fue una niñez fuerte. Vengo de un hogar no funcional, con una madre que fue madre y padre a la vez. Ella trabajaba todo el tiempo y crecí con libertades que me condujeron a los brazos de la calle”, recordó.
Como muchos ‘bichotitos’, Castillo comenzó a coquetear con la muerte en la esquina del barrio. Él creció en Villa Kennedy, frente al también residencial Bartolomé de las Casas. La calle lo sedujo, porque en lo mucho o en lo poco veía cómo funcionaban las cosas en el caserío.
“Yo estaba expuesto a las cuestiones materiales que muchos niños y jóvenes quieren tener. A los ocho años tú ves un chamaco que se nota que no trabaja, porque está todo el día en el caserío, con lujos, con un Camaro, y dices: ‘eso es lo que yo quiero’. Son estereotipos que se te van grabando inconscientemente en la mente”, aseguró con evidente frustración.
Para Castillo lavar los carros de los bichotes era sobrepasar sus propios límites. Sentarse en la esquina caliente era casi un acto revolucionario.
“Siempre buscaba la forma de sentarme allí. Lavaba los carros de gratis. Porque quería. Siempre estaba dispuesto a hacer algo para ellos con tal de estar allí y vivirme la película”, comentó.
A los 14 años Castillo tuvo su primera cita con la justicia. La venta de drogas —y el ambiente en su escuela intermedia y en la tan querida esquina— contribuyó lo necesario como para que, a falta de dinero, la solución más cómoda fuese intentar robar un auto en el estacionamiento multipisos de Plaza las Américas.
“Llegué a esa etapa de la adolescencia y vi una conducta más avanzada en los jóvenes. Los veía robando, llegando a la escuela con mucho dinero, guiando sus propios carros a esa edad. Ahí fue que todo comenzó, dijo.
Castillo sabía que tenía sus limitaciones, pero en su casa no faltaba la comida.
“Yo carecía de lujos, pero contaba con lo que mi mamá me brindaba con el sudor de su frente. Muchas veces crecemos con estereotipos y buscamos alcanzarlos mediante formas incorrectas. Eso fue lo que me pasó gracias al poder de los lujos. Yo simplemente cambié por ambición y ceguera”, confesó.
El resultado de su primer encuentro con la ley fue una probatoria de un año. A los 15, sin embargo, ingresó por primera vez a una institución juvenil: el Centro de Detención para Jóvenes de Hato Rey. En esa ocasión, Castillo fue acusado por el robo de tres vehículos.
“La gente leerá esto y pensará que es una estupidez lo que digo. Pero viendo películas como Scarface busqué aspirar a mucho imitando lo que veía. Quise llegar bien alto llenándome los ojos con las fantasías que veía. Yo mismo me decía: ‘quiero todo eso y lo quiero de la misma forma que ellos lo tienen’. Obviamente, porque cuando uno es ignorante no analiza, no piensa la realidad críticamente”, sostuvo el hoy consejero y oficial de custodia correccional.
Fueron muchas las noches en la cárcel y más las conversaciones con la soledad. Una vez dejó de ser sumariado y pasó a ser sentenciado, Castillo fue trasladado a la Escuela Industrial de Niños y Niñas en Ponce: una institución con ciertos privilegios, pero donde pasaban cosas horribles.
“Allí ocurrían violaciones, asaltos a mano armada. Llegabas y podías ser bien recibido o convertirte en la carnada. Podías ser la víctima de uno de los muchos abusadores que allí habían. No existían amigos, sí muchos conocidos. La mentalidad era sobrevivir a como dé lugar. Algunos se sometían al abuso y otros se levantaban en contra de la norma”, contó.
Castillo asegura que el sistema (en referencia a las instituciones de corrección juvenil) no sirvió de nada en su proceso de rehabilitación. Al contrario, incrementó sus deseos de evolucionar en el bajo mundo.
“Yo hacía una cosa y terminé queriendo hacer más. Yo conviví con mentes criminales, que tenían una mentalidad muy alta [para el crimen]. Yo creé una nueva identidad que encajó en ese mundo. No había supervisión suficiente. No había planificación de nada”, sostuvo.
Cuando salió de la institución juvenil, Castillo decidió terminar de estudiar y dedicarse de lleno a trabajar.
“Pasaron seis meses y luego de evitar juntarme con los del ayer volví a la esquina con el rabo entre las patas. Las cosas estaban bastante fuertes en el barrio. Habían muchas divisiones. Pero me recibieron con los brazos abiertos y con un buen arma que nunca se separó de mí”, dijo.
El resto fue historia. Castillo pasó de tirador a guardaespaldas del dueño del punto. Se hizo poderoso. Pasó el tiempo y la sangre que derramaban sus balas hicieron de su nombre una leyenda callejera. Le temían. Y tenían razones para hacerlo.
Pero los días siguieron pasando y el destino se encargó de cobrarle las almas que debía. Lo apresaron. Quedó solo. Con su conciencia y el recuerdo de una madre entrada en edad que parecía haberlo dado todo en vano por su hijo.
“La soledad fue la verdadera mano amiga mientras estuve en la cárcel. Estar encerrado conmigo mismo pensando día tras día que había desperdiciado los pocos años que había vivido fue lo que me permitió crear conciencia. Lo demás fue lo demás. Si es por el sistema [correccional], que no corrige nada, me hubiese vuelto loco”, manifestó.
Hace ya cuatro años que Castillo está en ‘la libre’. Terminó sus estudios y con el sudor de su frente compró sus propiedades. Se reencontró con su familia. Hoy con una mezcla de pena, dolor y esperanza puede decir que su meta diaria es ser feliz y ser una persona de bien. Quiere ser un ejemplo de superación.
“Hoy miro todo de una forma diferente. No ha sido fácil. Pero yo tengo un pasado difícil que me motiva. Es un reto diario salir a la calle a sudar lo de uno, pero cuando llevo la comida a la casa, compro leche para el nene y los veo a todos bien, siento una satisfacción inmensa que me llena y me llena de nuevas ganas de seguir creciendo en la vida”, celebró.