En octubre del pasado año, me propuse hacer un viaje que culminaría con el encuentro de caras isleñas amigas, algo no tan frecuente en mi cotidianidad desde que soy voluntaria de Cuerpo de Paz en el corazón de Suramérica, Paraguay.
El trayecto propuesto: atravesar medio continente en bus, desde las tierras paraguayas donde resido, pasando por Argentina hasta llegar a Chile. El tiempo estimado: 30 horas. Valor añadido del viaje: cruzar la cordillera de los Andes.
Pese a que el destino final y la compañía caribeña fueron excepcionales, esta colección de imágenes recoge el trayecto. Es un homenaje a esta vasta extensión de tierra, compleja y diversa, la espina dorsal de Suramérica que me regaló, sin esperar nada a cambio, panoramas que hasta el momento sólo había estudiado en libros de Estudios Sociales y Geografía.
Fue mágico apreciar la gentileza de sus curvaturas extendiéndose hasta el horizonte, sus picos pardos, aún salpicados del blanco de la nieve que ya se iba derritiendo, y la gracia con la que se yuxtaponían con el azul del cielo.
Quise llevarme conmigo cada montaña con la que me crucé; que vistieran con su belleza cada ventana con la que me encontrara. Plasmarlas en una estampa eterna y nunca dejar de verlas. Inmortalizarlas en mi vida como ya lo están en el planeta.
La imagen imborrable e imponente que deja este gigante dormido en la memoria no se compara con este intento fútil de encuadrarles en el visor limitado que mi fiel compañera me permitió, pero hice lo que pude. He aquí el resultado.