
Con un nuevo repertorio que toma su sello tropical bohemio y lo adentra en zonas más oscuras, Lizbeth Román presentará esta noche ante el público de El Boricua su nuevo proyecto musical.
En esta producción deja atrás el ritmo contagioso de “El mangó”, canción que se convirtió en casi un himno del grupo musical Ella que antes integraba, y que escribió cuando apenas tenía quince años.
Luego de romper con Ella, la joven cantante tomó un tiempo para repensar su carrera. Ahora regresa a las bases. Recupera su nombre. Regresa al ambiente que la vio crecer como cantante, Río Piedras. Sus letras y su música parten de experiencias más internas. “Me van a ver como un mahón virao, como por dentro”, adelantó.
En este proyecto, que aún circunda el laboratorio, que es un proceso creativo en construcción, la acompañan los músicos Enrique el Peru Chávez en la percusión, quien toca pailas de pintura y añade ritmos de electrónica; Bayrex el pianolero en el piano, quien con melodías y distorsiones aporta una textura diferente; al igual que Ariel Robles en el bajo y José Raúl Cruz Meléndez en el saxofón y la flauta.
Con su voz áspera distintiva y su guitarra al hombro, en esta ocasión la joven artista explora nuevos géneros, se coloca en zonas musicales inhabitadas y se da más libertad para el error.
Hacer que la palabra baile
A una cuadra de El Boricua, atravesando una estrecha puerta y subiendo una escalera metálica, Román se toma una taza café en una esquina de La Beckett. Con su camisa color caqui y su pelo ondulado azabache con una cinta de macramé, la renovada artista conversó con Diálogo sobre el giro que ha cobrado su carrera con el recién estrenado proyecto musical: Lizbeth Román y los duendes invisibles.
Román tiene 26 años. Nació en Mayagüez, pero se crió en Bayamón. Su madre es contable y su padre, gerente de ventas. De niña, quería ser astronauta pero no tuvo mucha suerte con los números. Bajo la ducha, cantaba, gritaba, emulaba conciertos y hacía de Elvis Presley o de Christian Castro. Cuando le regalaron una pequeña guitarra eléctrica, montó una curiosa banda en que los demás integrantes eran sus amigos imaginarios, sus duendes invisibles. “A estas alturas de mi vida, regreso a ese momento tan infantil, tan genuino”, dice.
Cuando no está tocando, componiendo, o escribiendo, le gusta leer, escuchar música de Radio Universidad, de Sylvia Rexach, Elvis, Janis Joplin, Rita Indiana, o simplemente pensar, quedarse en blanco, sumarse al silencio, observar y escuchar. De ahí parten muchos de los detonantes que luego se convierten en canciones o piezas teatrales.
A veces una palabra activa todo su interior. De ahí surgen los primeros acordes, las primeras preguntas, la historia que se articula y cobra vida propia, cuenta Román, como si duendes invisibles le tejieran el paso. ¿Quiénes son esas criaturas que evocan una historia fantástica de niños? ¿Un bosque encantado? “Tiene que ver con todo ese proceso de crear, todos esos demonios, monstruitos y angelitos que te protegen y conspiran a tu favor, o en tu contra, uno nunca sabe. Es bien importante que ese espacio creativo no se puede obstaculizar”, declara y esa frase la repite una y otra vez. Como si hubiese ganado una carrera de obstáculos que no quiere repetir.
A Román, le fascina escribir. Le motiva la palabra, organizarla, desmontarla, hacer que suene. Aunque ha transitado otras zonas de la escritura, especialmente la dramaturgia, arte teatral que más le interesa, no ha podido evitar conjugar la palabra con la música. “Hay algo de la música que me mueve tanto”, se queda pensativa. Busca con la mirada las palabras precisas. “A mí me encanta bailar. La música me permite que la palabra baile. Le doy la oportunidad a la palabra que se mueva”, sin más, busca en ese otro lenguaje explotar, servirle al movimiento.
Si fuera un instrumento, sería los tambores batá, un instrumento de percusión asociado con la religión yoruba con un toque seco y profundo. Si fuera una conversación literaria probablemente sería el diálogo que sostuvo una vez Manuel Ramos Otero, escritor puertorriqueño.
Manuel R.O.-Organizar actividades culturales me quita todo el tiempo.
Ronald M.C.- Pero así estás haciendo patria.
Manuel R.O.- La patria soy yo.
Arnarldo C.M.- También se hace patria con la pluma.
Manuel R.O.- Con las plumas.
Y es que a la estudiante de maestría en Literatura Comparada le fascina transitar los márgenes. “Esos temas a mí me encantan. Ese margen, esa zona sucia, ese quién es el otro, qué es lo correcto. Cómo sería el mundo si lo pensáramos desde otro lado… Las estructuras me encantaría romperlas todo el tiempo”, declara.
Román se graduó del Departamento de Drama y mantiene un diálogo vivo entre la música y el teatro, donde explora el travestismo, o la hermosa monstruosidad que le atrae. Hoy, quiere unificar todo su trabajo artístico.
Ahora, luego de un par de meses en silencio, que para Román se sintieron como diez años, y tras un puñado de presentaciones en espacios pequeños, rompe el silencio formalmente en el Boricua. “Hay algo mágico en eso, porque el público está muy receptivo a lo que tengo que decirle. Tengo que aceptar que me da un poco de cosquillas volver… a ese público que quiero tanto y con quien tengo ganas de reencontrarme desde la canción”, confiesa. Y allí estará tocando con los duendes invisibles.
-No sé si podrán verlos – ríe.
Todo depende de la mirada.