El expresidente Luiz Inácio Lula da Silva, enjuiciado por corrupción, enfrenta un pleito legal que decide su sobrevivencia política en Brasil, con efectos sobre los rumbos de la izquierda y del país.
“Soy víctima de la más grande caza jurídica que ya sufrió un político brasileño”, arguyó Lula durante el interrogatorio a que fue sometido el 10 de mayo, respondiendo al juez instructor Sérgio Moro sobre denuncias de que presuntamente habría recibido un apartamento de lujo de una constructora como soborno.
La operación “Lava Jato” (autolavado de vehículos), que investiga la corrupción desde hace tres años, está forzando a los detenidos a “mencionar Lula” en sus testimonios, como condición para poder reducir sus penas por colaborar con la justicia, acusó el exmandatario (2003-2011), basándose en informaciones de los medios.
La predisposición a condenarlo quedó explícita el 14 de septiembre de 2016, cuando Daltan Dallagnol, uno de los fiscales del Ministerio Público Federal (fiscalía general) que encabezan la investigación, lo acusó de “comandante máximo” de una organización criminal, sin pruebas, recurriendo a puras ilaciones, recordó Lula.
Críticas generalizadas, incluso de un magistrado del Supremo Tribunal Federal (STF), a la presentación de Dallagnol fortalecen las quejas del expresidente y líder del izquierdista Partido de los Trabajadores (PT), que incluso reclama en la justicia una indemnización de $320,000 por daños morales provocados por la denuncia.
También se declaró víctima de una condena previa por parte de los grandes diarios brasileños. El menos desequilibrado, Folha de São Paulo, publicó 298 notas negativas contra Lula y solo 40 favorables desde marzo de 2014, cuando empezó el caso Lava Jato, según el monitoreo de Lula. En O Globo, de Río de Janeiro, fueron 530 a ocho.
Decenas de tapas de las mayores revistas y 18 horas y 15 minutos del noticiero televisivo de mayor audiencia en los últimos 12 meses completan el intento de “criminalizar” al expresidente que “comprobó que el país puede mejorar”, acusó.
El interrogatorio en la sede de la Justicia Federal en Curitiba, capital del meridional estado de Paraná, es el primero de una serie a que deberá someterse Lula en los próximos meses, imputado en cinco procesos por corrupción e intento de obstrucción a la justicia.
Lula ya anunció su intención de ser candidato en las elecciones presidenciales de octubre de 2018. Las encuestas lo apuntan como favorito, con la preferencia de 30% de los entrevistados. Pero la cadena de juicios a los que tiene que hacer frente, podrán frustrar sus planes.
En Brasil una persona queda electoralmente inhabilitada al tener una condena penal confirmada por un tribunal de segunda instancia.
La lentitud judicial, sin embargo, juega a favor de Lula. Difícilmente los tribunales lograrían concluir un juicio antes de los comicios. Y si resulta elegido, Lula pasaría a gozar de inmunidad. Un presidente no puede ser condenado por actos ajenos a sus funciones, establece la Constitución brasileña.
Además, este caso exige acusaciones muy cristalinas para limitar las reacciones políticas que serán inevitables en caso de condena y agrandadas si quedan dudas. Es imposible evitar la politización de ese juicio, más aún si puede impedir la candidatura favorita, sostenida por la agresiva militancia del PT.
Lula cuenta también con el apoyo, así sea disimulado, de adversarios políticos, que también están acusados de corrupción. Apuestan a que su confrontación debilite la operación Lava Jato, antes de sus propios juicios.
Su triunfo podría representar la sobrevida de toda la dirigencia de los principales partidos brasileños, amenazados de extinción por la campaña anticorrupción.
Como se trata de parlamentarios y ministros, tienen tiempo, porque solo pueden ser juzgados por el STF, donde los procesos demoran más aún que en otros tribunales.
Mientras, tratan de aprobar una ley contra abusos de autoridades, que podría embridar algunas acciones de fiscales, policías y jueces.
Exageraciones o ilegalidades cometidas en contra de Lula, como su “conducción coercitiva” innecesaria para un interrogatorio y divulgación de sus conversaciones telefónicas con la entonces presidenta Dilma Rousseff en marzo de 2016, son ejemplos que sirven de argumento para el polémico proyecto.
Son riesgosos los desafíos impuestos a todas las partes involucradas. La justicia puede verse ante una fuerte movilización, principalmente de PT, del que Lula fue fundador en 1980 y es su líder supremo.
Condenar al expresidente desataría una campaña denunciando “otro golpe” contra la democracia y la voz de gran parte de los electores brasileños, sumándose al “golpe parlamentario” que es como los militantes del PT y aliados califican a la destitución de Rousseff, consumada en agosto de 2016.
El encarcelamiento de Lula, otra consecuencia de una condena en segunda instancia, también generaría protestas de efectos imprevisibles. La libertad del que calificarían como “preso político”, sería una nueva bandera de movilizaciones contra un Poder Judicial “antidemocrático”.
Por otro lado, ¿qué sucedería si quedase sin castigo el exmandatario, rechazado por airados sectores conservadores que lo consideran el principal responsable de la corrupción, más aún si retorna a la presidencia?
La confrontación es el camino elegido por Lula, arrastrando al PT y aliados como la mayor organización sindical de Brasil, la Central Única de Trabajadores, y numerosos movimientos sociales.
Así que difícilmente las elecciones de octubre de 2018 solucionarán la crisis política.
Un reconocimiento de Lula y del PT de que la corrupción los contagió parece fuera del horizonte. El PT nació y creció como una fuerza moralista, con un discurso de campeón de la ética, condenando la perversión de los demás, aún después de involucrarse en los primeros escándalos y sufrir deserciones desde los años 90.
Una autocrítica, reclamada incluso por algunos de sus dirigentes, le costaría una penitencia casi suicida. Mejor la ambigüedad, cuando no la negación.
Pero en el campo político, la adopción de medidas conservadoras e impopulares por el actual gobierno de Michel Temer, vicepresidente que sustituyó a Rousseff desde mayo de 2016, ofrece al PT la oportunidad de una oposición restauradora.
Es lo que viene ocurriendo con el sindicalismo y movimientos como el de las mujeres e indígenas, movilizados en protestas contra “retrocesos” como la flexibilización de las leyes laborales y la anulación de derechos de homosexuales, de las mujeres e pueblos originarios.
Una huelga nacional que paralizó actividades en muchas ciudades el 28 de abril y el Campamento Tierra Libre, que reunió cerca de 4,000 indígenas en Brasilia del 24 al 28 de abril, reavivaron a las fuerzas sociales. A largo plazo podrán renovar el PT y la política brasileña.