El día estaba bonito y perfecto para estar afuera; el sábado había sido ajetreado y la tarde del domingo estaba cediendo panópticos de revista. Varias amistades y yo decidimos ir a la playa. Al llegar, luego de una caminata de diez minutos, el impacto a este corazón caribeño fue el de un consciente y aceptable engaño; no era una playa, pero si era un cuerpo de agua bastante grande para serlo.
Su perfil no es el mismo de una playa en Loíza o Boquerón. No existen olas o gaviotas, el agua apenas me llegaba a las rodillas y haber encontrado un cobito hubiese sido noticia de primera plana. Pero la arena era auténtica, el sol estaba jugando a ser pintor y la costa estaba repleta de amantes del agua. Extrañé mi Isla por un ratito, pero sostuve un deseo auténtico de ser parte del inmenso río Paraná.
El tiempo pasó volando y el sol comenzó a bajar. Mientras bebía una Brahma y cantaba a coro junto a mis amistades paraguayas Días Intensos, el sol dibujó trazos con su ciclo en la compleja superficie estable del río. En la arena se sumaba las siluetas de un grupo practicando zumba. Niños, mascotas y bicicletas se paseaban por el bulevar ocaso mirando a los intérpretes bailarines, que entre sus movimientos sincronizados, pareciese que anunciaban la llegada de una noche fresca con vista a un río que parece mar.