Abril, mes del idioma, no se concibe sin hablar, por ejemplo, de la detestada ortografía que es, finalmente, el traje de luces del idioma. Sin ella, las palabras quedan como en paños menores, con los calzones abajo.
Cada palabra tiene su propia arquitectura. Una vez construidas las casas de las palabras -que podríamos llamar frases-, las ideas se van a vivir en ellas, como esos conversadores empedernidos que no solo se sientan en la palabra, sino que se acuestan con ella.
De tanto pronunciar y escribir palabras, terminamos familiarizándonos con su estructura. La ele, por ejemplo, siempre será una consonante eréctil que se sentirá cómoda en medio de una orgía de vocales, llenas o débiles. Como en Eulalia. ¿Qué tal que la o renunciara a su eterna condición de círculo vicioso?
Aun para quienes no hemos tenido nunca buena ortografía, ésta se convierte en el Taj Majal del idioma. A veces uno tiene la ortografía que desearía para sus enemigos. O acreedores. En mi caso, los correctores del periódico me tienen que ayudar a saludar con hache (¡hola!), porque tiro a lapo escribo ola; me colaboran con bautizo, cuando ‘bautiso’ gentiles, y con el verbo amacizar que, escrito con ese, jamás llegará a la tierra prometida de la intimidad de la pareja ‘atarzanada’ por un bolero.
Este aperitivo para discrepar de nuevo de la propuesta hecha alguna vez por el Nobel de Aracataca de enviar la ortografía al cuarto del reblujo (o rebrujo para no ofender). Y de aplicarle la vasectomía a ciertas tildes que hacen el amor a distancia sobre vocales esdrújulas que, con la propuesta de Gabo, se quedarían vírgenes para siempre, sin probar la sal.
Discrepo, entre otras razones, porque si a uno le dio tanta lidia "no" aprender ortografía, sería más difícil olvidar lo poquito que se le quedó. Claro que la propuesta de don Gabriel ha empezado a abrirse paso de vieja data en las facultades de comunicación social, o sea, de periodismo, donde consideran que la ortografía es hereditaria como la artritis y la pecueca, y no se debe estudiar como materia.
Debería ser ‘superhipermegaobligatoria’. Como la ética y la escueta taquigrafía, la única que puede decretarle la muerte a la grabadora que nos está haciendo la mitad del trabajo a los periodistas. Sin que la invitemos a almorzar. O a un motel.
Eso sí, en lo único que no se debe exigir ortografía es en las cartas de amor. Es más, debería ser prohibida para todo enamorado. Nada menos romántico que una perfumada esquela, llena de exactitudes ortográficas y exquisiteces gramaticales.
Sospecho que si hubiera tropezado con novias con excelente ortografía estaría solterón, desvistiendo damas, ojalá de dudosa ortografía sexual. Las cartas de amor son escritas con el alma, y el alma nunca fue a la escuela a estudiar la vilipendiada ortografía en verso de Marroquín. Asta (¿) pronto.
El autor es periodista en Colombia