Las tinieblas que se posan siempre que se nos muere alguien a quien nos unen afectos y memorias entrañables se disiparon pronto.
Porque entonces apareció la luz en la figura de un recuerdo. Hace tres décadas se estrenaba el doctorado en Historia en la Universidad de Puerto Rico. Fui parte de la primera clase y Fernando Picó mi profesor en uno de los cursos.
Muy a su talante, el tema del seminario era las protestas populares en el siglo 19 puertorriqueño. Yo que, en ese momento, me entusiasmaba más por entender las cuitas y logros de los políticos-letrados de nuestro país y no tanto las penurias y destinos de dolor de los desheredados de la tierra, me resigné.
Y Picó se rió y esperó. Me sumergí en los periódicos de la época como Picó solía hacer durante interminables horas en la sala de microfilms de la Colección Puertorriqueña.
Al final encontré mi historia. Un episodio fulguroso acaecido en 1894 de reclamos de justicia y de economía moral. Aquella que nos dice lo que es bueno y lo que es malo; lo que es justo y lo que no lo es.
A esa crónica de sanjuaneros y sanjuaneras que se tiraron a la calle para protestar por el aumento en los fósforos y en el aceite para encender quinqués, la titulé “El motín de los faroles rotos y otras luminosas protestas”.
Porque los que protestaban —agobiados por la crisis económica y los desmanes del poder— habían roto los faroles recién instalados en las calles principales de la capital para obsequiar a la Infanta Eulalia de España que nos visitaba.
Picó sabía lo que hacía y por qué valía esperar. Siempre lo hizo. Nunca echó a pérdida a nadie ni a nada. Ahora, ante su partida, ilumino su nombre comprometido, su humanidad infatigable, su terquedad en esperar por los demás.
La autora es historiadora numerada de la Academia Puertorriqueña de la Historia y catedrática de la Escuela de Comunicación de la Universidad de Puerto Rico, Recinto de Río Piedras.
Notas relacionadas: