Desde tiempos inmemoriales los grandes centros de poder nos han impuesto qué pensar, cómo vestirnos, qué música escuchar y hasta qué leer. En esta ocasión, nos enfocaremos en los libros, aquellos disparadores de conocimiento que tantas veces se nos han ocultado, negado, censurado e incluso quemado.
La censura y la prohibición nos atraviesan desde lo más recóndito de nuestro ser. Ya sea explícita, como ciertas acciones penadas por la ley; o tácitas, cuestiones morales o estéticas que la sociedad se encarga de castigar a través de la marginación o el desprecio. Si hacemos referencia a los libros, ellos tampoco han escapado a esta cuestión.
Hoy en día gozamos de una libertad para leer que, aunque no es total -ya que nunca existirá una libertad absoluta en los individuos-, es ampliamente mayor en comparación con lo vivido en otros pasajes de la historia. Debemos reflexionar acerca de cómo esto no siempre ha sido así. Hemos vivido procesos históricos muy oscuros donde ciertos libros que inquietaban a los sectores dominantes, a las cúspides del poder o a los dictadores de turno, fueron prohibidos y sus discursos, muchas veces silenciados bajo el mismo método: arder en llamas.
La quema de libros fue recurrente en diversos momentos, pero siempre bajo cuestiones de censura y justificada por preceptos que indicaban “cómo se debía ser y pensar”, tales como: “Estos libros son herejes, hebreos, de izquierda, inmorales, subversivos, contrarios al régimen, etc.”. Si no cumplían con ciertos parámetros, eran incendiados y condenados al olvido. Por suerte, hoy en día, la gran mayoría de estos textos prohibidos han sido recuperados, pero muchos otros continúan presos del más inquebrantable silencio.
Un punto clave en la historia del recuerdo de la quema de libros es aquel ocurrido en la Europa Medieval del Siglo XVI, época en la cual mandaba la Santa Inquisición. La Iglesia era el organismo hegemónico por entonces, junto con la Monarquía, y su palabra era incuestionable. En tiempos donde la restricción máxima era el analfabetismo -ya que sólo las clases más pudientes sabían leer y escribir-, reinaba la censura eclesiástica, que condenaba a aquellos libros que consideraba “heréticos, inmorales, impuros o fuera de lugar”. En 1559 vio la luz una inquietante obra que supone uno de los máximos símbolos de la persecución: El Índice de los libros prohibidos.
Aunque ya existían recopilaciones similares, esta publicación -que se trataba, básicamente, de un listado de aquellos libros que la iglesia católica consideraba desafiantes para el discurso de la fé-, encargada por el papa Pablo IV a la Inquisición, estaba revestida de una oficialidad que se mantuvo con diversas variaciones durante 400 años. En España, la censura católica se incrementó con la llegada al trono de Felipe II, y así, en 1570 se autorizó el Index Iibrorum prohibítorum, para perseguir las obras heréticas y a sus autores. La quema escudada tras la religión no se limitó a libros sino que se extendió a vidas humanas.
Otro episodio trágico, que estremece tanto o más que en aquellos años, fue el ocurrido durante las épocas del Nacional-Socialismo alemán (1933-1945), cuando Adolf Hitler comandó uno de los regímenes más siniestros y macabros de la historia de la humanidad. En tiempos del nazismo, se quemaron millones de libros por ser de autores hebreos (es conocida la política racista y antisemita llevada a cabo por El Fuhrer), o por ser marxista, ya que los nazis también llevaban a cabo una guerra contra toda idea comunista o cercana al pensamiento de izquierda. Miles de escritores e intelectuales fueron prohibidos, detenidos, asesinados y muchos debieron recluirse en el exilio.
Es interesante citar la frase del padre del psicoanálisis Sigmund Freud respecto a la quema de sus libros en épocas del III Reich: “¡Cuánto ha avanzado el mundo: en la Edad Media me habrían quemado a mí!”. Este episodio fue titulado por muchos medios de comunicación como Bibliocausto.
En Argentina, el hecho de quema de libros y censura más impactante, terrorífico y descomunal fue llevado a cabo por el Proceso de Reorganización Nacional, que gobernó entre los años de 1976 y 1983.
Aquí, al igual que en épocas de Hitler en Alemania, se incendiaron miles de páginas “opositoras al régimen”, “zurdas”, marxistas, con el argumento de que “incitaban al pensamiento subversivo y atentaban contra la familia, las instituciones y las buenas costumbres”, y demás criterios que los militares imponían de manera distorsionada al pueblo. En el fuego ardieron desde las páginas de Karl Marx hasta las de María Elena Walsh, libros de historia política y de matemática, cuentos rusos y también cuentos infantiles. La hoguera no discriminaba. Todos eran invitados por igual a desaparecer.
Como reflexión final, podemos condenar, rememorar y tener presente el recuerdo de la trágica quema y censura de libros para que jamás vuelva a restringirse la libertad de expresarnos y leer lo que nos plazca, sin que ningún poderoso nos lo imponga desde arriba. Pero por otro lado, creo que no debemos conformarnos con eso. Hoy en día, a pesar de la amplia libertad con la que contamos, a la hora de elegir qué leer y cómo hacerlo, sumando a ello el “boom de Internet”, miles de pensamientos siguen siendo quemados aunque claro, no de manera directa.
Centenares de escritores que no cuentan con los recursos económicos para publicar sus textos y difundirlos; miles de libros que el mercado (como antes lo hacía el fuego) condena a la marginación, imprimiendo más ejemplares de Paulo Coelho que de Eward Said o Herbert Marcuse; los medios masivos de comunicación que juegan un rol fundamental a la hora de promover un libro u otro; la mercantilización, cada vez más importante, del arte y la cultura y los criterios editoriales basados, no en el contenido, sino en si “esto vende o no”.
Debemos estar atentos a estos fenómenos y desde nuestro lugar, sería muy valioso pelear por nuestro derecho a leer todo, a publicar un libro de manera accesible y a tener una oferta variada de lectura que exceda cuestiones mercantiles. No digo que todos seamos escritores o que quememos los libros de Coelho, esto último sería dar un salto brutal hacia atrás. Sólo sugiero que abramos los ojos y no nos relajemos ante una aparente libertad, ya que aún hoy, muchas ideas se mantienen escondidas y aguardando en las sombras, como los pájaros prohibidos de Galeano. Ese es el bibliocausto del siglo XXI.
Fuente Revista Alrededores