De todos los cuentos que me arrasaron la infancia, el único que más me conmovía no lo encontré en los libros que antologaban los clásicos de los hermanos Grimm (Jacob y Wihelm), ni los de Charles Perrault, que me gustaban mucho, sino en un destartalado VHS que era, de todos los disponibles, el más valioso para mí y que lo extenué hasta desportillarlo.
Trataré de evocar en palabras aquella historieta animada que yo disfruté tantas veces: en los tupidos bosques de China el leñador oyó un ruido. Al rebuscar en las malezas encontró a una mamá faisán defendiendo su nido de una ríspida serpiente. El leñador no deliberó mucho en su imparcialidad y rebanó de un hachazo a la viperina atacante. El leñador vio crecer los polluelos faisanes hasta que alzaron el vuelo. Con el tiempo, el leñador caminó a predios más lejanos, se perdió en las circulaciones de la noche, y casi desfallecido, vio una luz titilar en la espesura: una colosal mansión se alzaba en el medio de la nada.
Lo recibió una doncella muy amable que le sirvió arroz y té. (Había algo en la mirada impasible de la doncella que inquietaba al leñador). La doncella rompió a reírse y se transformó en un demonio desmelenado de dientes filosos. Era el espíritu de la serpiente que él había matado algunos años atrás. Le iba a romper los huesos cuando el leñador pidió piedad a lágrimas vivas. El espíritu se compadeció de su llanto y abrió una fisura: de no sonar el viejo gong de un templo abandonado, ella procedería a romperle los huesos a la salida del sol. No había nadie en los musgosos alrededores, así que a la madrugada el leñador se resignó al sudor que florece antes de la muerte.
El disco solar asomaba sobre las brumas de las montañas y el espíritu implacable de la serpiente se disponía a descuartizarle los huesos al leñador, cuando la vieja voz férrica del gong que había dormido por tantos años transparentó todas las ramas del bosque en una onda expansiva. Se desbarató el poder de la serpiente y junto con las paredes de la mansión, esta se desvaneció despotricando contra el gong, el bosque, el sol y el misterio. El leñador quedó sobre la grama húmeda del bosque. Acudió al templo abandonado para agradecer el milagro. Subió las fragorosas escaleras destrozadas por la ansiedad de la maleza para ver que el gong estaba bañado de sangre: la madre faisán que él había defendido de la serpiente le había devuelto el favor sacrificándose a favor de su suerte.
El abecedario diáfano de esta historia me desencadenaba una agonía tremenda. Al ver una película o leer un libro con el que nos adherimos inmediatamente, no somos solamente el que lee o el que ve según nuestra edad o entusiasmo: somos el paisaje, los pinos o los abetos, la serpiente y su soledad, las chancletas del leñador, la risa del demonio y la maldad espinosa del demonio, el agradecimiento de la mamá faisán y el plumaje vistoso y las lágrimas del leñador cuando recoge el estropicio de plumas, todo eso, simultáneamente. En el cortometraje el gong se pone como punto de referencia antes de la súbita aparición de la mansión. Es entendible: es para ubicar los elementos topográficos en la mente infantil. Pero aquí, al narrarlo, no hice pasar al leñador primero por el templo. Se lo figuré a ustedes a través del demonio. Está oculto en la noche. Como objeto sagrado, el demonio –la serpiente vengativa– sabe que está cerca. Pero dentro de su estrategia, no contempla que su reo pueda ser rescatado del infortunio porque ningún gong se toca solo. El demonio extiende su misericordia hacia una improbabilidad: un viejo gong abandonado, y sus ganas de vengarse a la impostergable salida del sol. Un suceso es más probable que el otro. Moraleja: los demonios no entienden el logicismo de la misericordia.
Las moralejas, si se quiere, pueden ser tantas como se quieran ver: hay que matar a una serpiente vieja si amenaza nuevos comienzos; un oficio temporal puede servir a un bien más trascendental; muchos árboles cortados quizá nos aproximen a que nosotros mismos seamos cortados; un día cualquiera se nos presenta la oportunidad de una vez y para siempre en la que decidimos nuestro rol histórico en el mundo, pero esa vez nos queda vedada y es probable que no la advirtamos; hay casas hechas para nosotros en las que precisamente nos quieren matar; es posible que los animales comprendan mejor que un humano cómo ser agradecidos sin usar las palabras; es posible que la memoria de un animal sea más larga que la de un humano; hay bosques en donde hay un templo abandonado que fue construido para un instante crucial; los actos de bondad deben ser olvidados por quien los hizo. Hasta aquí he seguido el logicismo que hubiera seguido Chesterton con cualquier de los cuentos de Perrault.
Pero la lealtad de la mamá faisán propone otras historias: ¿cómo se enteró? Ella debió haberlo seguido hasta allí para enterarse de la condición impuesta por el demonio. Pensemos que, entre lo que propuso la serpiente y el sonar del gong, transcurrió todo el silencio de la noche. Quizá ella, naturalmente, se debatió entre muchas opciones para salvar al leñador hasta que tuvo que resignarse a resolver que no lo salvaría de otro modo que no implicara volar con todo su cuerpo hasta la sordidez del gong.
Leer es incubar el sonido de fondo de otro país. Cuando pienso en La sombra del ciprés es alargada, un libro de mi madre al que yo me asomé con intriga como a los diez años, todavía tengo imágenes que se preservan en mí como un inventario de nubes y habitaciones. El libro, la edad, la acción de leerlo a mi propia lentitud, todo eso se solidificó en mí como eventos presenciados. Ahora todo eso que leí a esa edad es un bemol de fondo en mi vida. Es imposible abrir un libro y no sentir algo incipiente.
Bien dijo Jorge Luis Borges que los cuentos son “un sueño guiado”. Pero las experiencias varían según los guías, y mucho de esas impresiones dependen del tiempo (o el destiempo) en el que ocurra la lectura. El viejo Borges, dando lecciones en Harvard, decía que ya no podía releer a Edgar Allan Poe sin sentirse algo incómodo por su estilo para jóvenes. Conocida es la experiencia joven de Julio Cortázar con El secreto de Wilhem Storitz cuando su amigo degradó en su cara lo “fantástico”. Cortázar estaba en la edad para maravillarse con los hombres invisibles; su amigo estaba en otra etapa literaria: la de desdeñar lo fantástico. Ninguno de los dos estaba equivocado, aunque yo me incline a concluir, a ex pos facto, que Cortázar era el menos equivocado entre los dos.
Por eso cada cierto tiempo vuelvo a recrearme en esos cuentos infantiles para auscultar en todo lo que pueden trasminar. Mi infancia, en hechos biológicos, se arruinó hace unos años, pero no el interés acezante de escurrirme en las arritmias de otras vida y otros tiempos en el simple y antiguo acto de abrir un libro o ver una película de dibujos animados. Para Borges ese acto implicaba abrir laberintos que podían desencadenarse en náusea o éxtasis.
La metáfora es muy vieja, pero es verdad que abrir un libro es abrir ventanas. Cada monstruo encuentra su pareja, pensaba Anton Chéjov al escribir. Es decir: toda historia, todo libro, encuentra unos ojos amorosos. Hay, en la vida de cada quien, un faisán, un libro indispensable, sin el que no concebimos otro mundo. Esto, suponiendo que el leñador vivió toda su vida pensando en lo que hizo un faisán por él, que sería otra moraleja.