En enero de 1938 Doña Trina Padilla de Sanz (la hija del Caribe) escribió en el periódico capitalino El mundo:
En nuestro país se ha pretendido suplantar la danza arcaica, señoril y cadenciosa por otros bailes exóticos que no cuadran en nuestro ambiente, ni dicen nada de nuestra personalidad como pueblo.
Estas aseveraciones provocan una serie de preguntas. ¿Cuál es nuestra personalidad? ¿Cuáles son estos bailes exóticos que tanto le preocupan a Doña Trina Padilla de Sanz? ¿Por qué estos “bailes exóticos” no “cuadran” en nuestro ambiente? A juzgar por las palabras de Doña Trina Padilla de Sanz las cadenciosas y armoniosas melodías de la “arcaica danza señoril” languidecían ante el furor rítmico y acompasado de una sonoridad popular, desafiante y transgresora a la estética jerárquica que la elite letrada pretendía canonizar e imponer como único índice sonorizado de la puertorriqueñidad. Para una quejumbrosa y dislocada elite cultural, los atrevidos y altaneros boleros, boleros-son, congas, guarachas y sones y plenas, (algunos de estos géneros muy arraigados al repertorio popular cubano) representaban un escollo, una molestia quizás, para el anhelado proceso progresivo y lineal hacia la modernidad y el establecimiento de una identidad homogénea, tan necesaria para la consolidación política del proyecto liberal del recién creado Partido Popular Democrático.
Es a partir de los años treinta que la elite cultural puertorriqueña vio mermar a pasos acelerados su hegemonía social y cultural. No fueron pocos los que, ante tal panorama, enarbolaron la bandera de la puertorriqueñidad, única destilación idónea de una mezcla de razas que mucho tenía de español (entiéndase blanco), algo de indígena, y en definitiva muy poco de africano, negro. No debe de extrañarnos, entonces, su férrea defensa de la danza, género musical que, ante sus ojos, simbolizaba la perfecta armonía racial. Es a través de este ícono musical de la danza, que la elite evocaba una amalgama única y, como muy bien ha propuesto Ángel Quintero Rivera, jerárquica en reflejo de una pretendida normatividad social y cultural a tono con sus intereses.
En las páginas de la revista de tono conservador Puerto Rico Ilustrado (PRI), del periódico El mundo, la elite cultural encontró el medio idóneo para lanzar, por medio de una serie de editoriales publicados entre octubre y diciembre de 1937, una feroz defensa de la danza ante la embestida de géneros más populacheros. “¿Sería posible”, se preguntaba PRI “que se haya producido alguna mutación fundamental en la sensibilidad de nuestro pueblo y la danza, que daba en sus valores melódicos cabal expresión a nuestra personalidad colectiva, no refleje ya la esencia de nuestra espiritualidad?” “Imposible”, argumentaba sólo unas líneas más adelante, “que los ritmos nuevos—alocados y vibrantes, de sacudidas violentas, exaltadores de júbilo y la sensualidad apaguen nuestra devoción por la noble cadencia y la recatada sobriedad musical y el entrañado romanticismo de nuestras viejas danzas”. Para ellos (PRI) la respuesta era mucho más sencilla: la decadencia de la danza era producto “de un concepto de mal entendida modernidad”.
Los editoriales del Puerto Rico Ilustrado apuntan hacia un único e insoslayable concepto de modernidad en el cual se subsumen las emociones a un ethos apestillado por la racionalidad. El cambio en el gusto por la música popular, acorde con los editoriales del PRI, es sólo una moda pasajera e insignificante que “como se pone de moda un libro, un poema, un traje, una canción logra también aprisionar el gusto en un momento dado”. Al enfatizar un carácter temporal, de moda, en el gusto popular, los editoriales de PRI destacan la jerarquía intrínseca y atemporal representada en la danza. Podríamos inferir, entonces, que PRI procuraba apertrechar una identidad monolítica, fija, incapaz de ser afectada dado a “la sensibilidad individual y colectiva que profesa el pueblo a sus cosas típicas… [y] el aprecio por los valores tradicionales”. Por el contrario, la danza se reafirma como el género arquetípico de la puertorriqueñidad sonora:
La armonía quejumbrosa de la danza tiene en nuestro espíritu vitales resonancias, porque fue del alma de Puerto Rico, de lo más puro y más noble del alma de nuestro pueblo, que salió la danza como expresión de belleza, como voz de esperanza, como anhelo de la bienhechora gracia.
Los editoriales de PRI, así como otras voces de la elite cultural en la década del treinta procuraban reflexionar desde y sobre la música nociones de identidad cultural y modernidad. Sin embargo, la defensa de la danza fue, como mucho, un esfuerzo fútil. Ya para estos años, como nos indica Johnny Rodríguez en entrevista que le hiciera el profesor Gustavo Batista, “era cuando nadie quería tocar danzas”. Recuperar la danza, sin embargo, se fundamentaba en respuesta a un sentido de amenaza e impotencia ante la paulatina presencia de la cultura popular en la cultura nacional.
El autor es Catedrático Auxiliar del Departamento de Humanidades de la Universidad Metropolitana’