Ahí estuvo Pedro, sentado en una banqueta detrás de un atril, a la izquierda de un escenario vacío, envuelto en terciopelo negro y lentejuelas parpadeantes. A sala repleta. Pedro Lemebel, las manos muy juntas, con su rostro maquillado, mostrando apenas eso; el óvalo de su rostro. Pedro Lemebel. El poeta, performero, el cronista punzante, implacable y necesario, el actual Premio José Donoso, el que con el dinero del premio dijo que se pondría un par de tetas, el activista, “la loca única e irrepetible’’, según sus propias palabras. Esas palabras que en él ahora resuenan por el milagro de una máquina que le confieren un tono de ultratumba, cavernoso, jamás imaginado. Esas palabras que aparecen lentas, demoradas entre el jadeo del que respira y habla cubriendo el hueco de su laringe arrasada por el cáncer. Esas palabras en medio de la oscuridad, en fin; esas palabras.
La noche del pasado sábado, el último del mes, noche fría de septiembre y primavera, noche en el Centro Cultural Gabriela Mistral donde se inauguraba por primera vez el Festival Internacional de Literatura en Buenos Aires (FILBA) en Santiago de Chile. Lemebel hizo de su voz un manto o estufa a parafina para abrigar a una muchedumbre agolpada, incluso en las escaleras, que esperó para escucharlo en la presentación La ciudad sin ti (a cuarenta años del golpe). Dos horas, eso duró el recorrido que inició con un amor juvenil “escondido, arrancado, torturado, acribillado o desaparecido en el pentagrama impune y sin música del duelo patrio’’.
A su alrededor un pequeño círculo de luz, a su derecha, una mesa con papeles y dos vasos. Lemebel habla y coloca su mano izquierda en su cuello para que el aire no se le escape. Es un gesto suave. A ratos da sorbos a un té. “Es tecito, qué pensaban, ¿que era ron? No, no puedo”. El recital es multimedia. Atrás suyo refulge una pantalla donde se suceden carros estacionados en calles anónimas de Santiago. La cámara se mueve a toda velocidad en un plano que no parece tener fin y suena esa canción que se entremezcla con su voz. Mina canta Città vuotapor debajo de la voz de Lemebel, que narra su enamoramiento imposible en una época turbulenta, aunque al resguardo de su “ingenuo adolecer’’.
“Entonces no fumaba, ni piteaba, ni tomaba, ni jalaba, sólo amaba con la furia apasionada de los 17 años”, narra Lemebel, en esa bella historia entre dos jóvenes y sus noches de guardia en un liceo en plena Unidad Popular. Ambos defienden un mural que es, en definitiva, el cúmulo de sus esperanzas a prueba de balas.
A cada pausa aparece la otra voz, la de Mina, que canta: “De noche salgo con alguien a bailar, nos abrazamos, llenos de felicidad, mas la ciudad sin ti, está solitaria”. Al final los dos hombres de la historia no se ven más. Una ciudad tumultuosa, solitaria y vacía sin el amor del otro es lo único esperable. La voz de Lemebel regresa: “Después, la música se cortó de pronto, vino el golpe y su brutalidad me hizo olvidar aquella canción […]Por eso hoy, al escuchar esa canción, la canto sin voz, sólo para ti, y camino trizando los charcos del parque”.
Más tarde un silencio y el aplauso del público para un Lemebel que se levanta de la banqueta donde ha permanecido sentado, un Lemebel que lanza un beso repartido a partes iguales con ambas manos.
Entre cada texto –su obra es de difícil clasificación e incluye títulos como Loco afán: crónicas de sidario, La esquina es mi corazón oTengo miedo torero–, Lemebel hizo chistes que despertaron la carcajada rotunda, gracias a esa capacidad para burlarse hasta de la madre que lo parió, pero también hubo tiempo para la reflexión concienzuda, marca indeleble de su obra. En el tiempo que duró el recital, Lemebel leyó un texto donde recuerda el beso en la boca que le robó al cantautor catalán Joan Manuel Serrat, también rememoró a las “locas hippies’’ de su generación, incluso, reconoció, un par de horas antes escribió unas líneas a raíz del suicidio del ex director de la CNI en tiempos de la dictadura, Odlanier Mena, quien permanecía encarcelado en el penal “Cordillera Inn”, bromeó.
Hubo tiempo para elogiar, según Lemebel, “lo más relevante que ha pasado en los últimos años”: las marchas del movimiento estudiantil iniciado por los llamados pingüinos, jóvenes que en ningún caso alcanzan los dieciocho años y que pusieron sobre el tapete el lucro avasallador en el sistema educativo chileno. “Educación para el travesti, para el volao, para el preso, pa las putas, pa las dueñas de casa, pa las locas, educación voluntaria […] Total, en pedir no hay engaño, y si se trata de pedir, exijamos lo imposible’’, dijo con su voz más lenta que al principio.
En el texto Lemebel narró su adherencia a las exigencias estudiantiles y a sus noches en vigilia junto a ellos. “El resto de la noche fue esperar que la cordillera recortara su lomo en el callar del alba, a esa hora, cuando el frío escarcha la mirada de los estudiantes en paro, los bellos estudiantes que le dan una lección de dignidad a este país en la trinchera de su desacato”, leyó, para luego inclinar levemente su cabeza ante los aplausos. “Ustedes son muy buenos conmigo’’, agradeció, y a fuera la noche esperaba fría, a la sombra del tibio recuerdo de su voz.