No sanó, la vida se abrió camino separando su cuerpo del mío, asaltó el llanto, el temor, la locura y aunque pasaron los años jamás cerró, permaneció como un tatuaje de muerte y vida, como un recordatorio de la frágil franja entre el hecho de existir y no, tan fáctico como eso, se condensan el placer, el pulso, la respiración en ese centro curioso conocido como ombligo.
Una de las partes más pequeñas del cuerpo, explotado mediáticamente, ignorado, instrumentalizado y contradictoriamente dispuesto como un accesorio decorativo; no es un órgano y en realidad no cumple ninguna función diferente a la del recordatorio, no es un pedazo de cuerpo, es una cicatriz, es un símbolo de la memoria.
Me detuve a pensar en su curiosa forma y no pude evitar que mi imaginación lo relacionara con mi idea de los agujeros negros del universo, quizás cuando llegue la hora de morir ese pequeño hueco comenzaría a succionar toda mi piel, mis intestinos, mis senos, mi cuello, mi cabeza, quizás mis pies entrarían al final y así quedaría convertida en nada, quizás el ombligo sea una promesa de desaparición.
Posiblemente ese pequeño huequito que alguna vez nos conectó con otro cuerpo para sobrevivir, tenga voluntad propia y se haya quedado pegado como una fotografía a un viejo álbum familiar, o tal ves sea un homenaje que la piel le hace a la existencia, o el reloj biológico que le avisa al cuerpo cuando debe detenerse, quizás….
Ese pedazo de vida con fragilidad indomable, que resucita al tacto, al beso, al abrazo, es una lección, un mensaje de otras vidas con carga genética que viaja hacia nosotros para encendernos, ¡Ahora existo!
Nacemos con grietas y gracias a ellas crecemos. ¡Gracias ombligo por recordarme que por ahora estoy entre los vivos!
La autora es socióloga y estudiante de la Maestría en Teoría e investigación en comunicación de la Escuela de Comunicación de la UPR en Río Piedras. El texto fue publicado original en unapalabraloca.blogspot.com/2011/03/pupo.html