El fin de semana pasado fueron las Fiestas de la Calle San Sebastián; es precisamente en este tipo de actividad donde vas descubriendo que hay cosas de ti que cambiaron. No digo que sea el caso de todo mundo. Cada cual evoluciona de manera diferente.
Mientras voy creciendo, cada vez soporto menos la música estridente, las amanecidas y las multitudes en pequeños espacios. Soy sincera, lo que hace cuatro o cinco años atrás me divertía hoy se ha transformado en casi una tortura.
Si regresamos a las Fiestas de la Calle San Sebastián, antes el tren y la AMA eran la aventura más divertida de las SanSe. Sentir el ambiente a fiesta, conocer gente y cantar en el camino era lo mejor. Con el tiempo te antojas de ir en tu carro por eso de evitar el revolú del transporte público. Ya no te gusta hacer las largas filas para coger la guagua y menos sentir la gente tan pegada a tu lado.
Hay un proceso de negación, y por eso de la presión de grupo o más bien por amor a mis amigas, decidí ir este año. Primero, quería ir en mi carro y después de escuchar “estás loca” varias veces, desistí. Así que tomé el tren, llegué a la estación de Sagrado Corazón, caminé entre las interminables vallas casi olímpicas que me dirigían hacia la AMA. Me detuvieron en el último tramo por cuestiones de seguridad. Una mujer me verificó la cartera, jugó con el detector de metales y eché un pesito como pago del viaje en una urna de madera.
Antes el tiempo no era importante; hoy te das cuenta que has esperado 30 minutos y la guagua no ha salido para San Juan. Antes hubieses cantando “Voy subiendo…Voy bajando”, hoy me callo y escuchó lo que comenta la gente en la guagua. Los temas del día son las verjas, el cateo, que por qué nos tardamos tanto, que si el chofer se parece a Bizcocho (el comediante), la culpa la tiene Yulín, etcétera.
Yo no sé si es cuestión de la edad, quizá los intereses tienen etapas de cambio. Lo que sí sé es que hoy mientras camino entre la multitud siento que las calles de San Juan se encogieron. Sigo al desfile de cabezudos y me cuestiono, ¿a quién se le ocurriría aglomerar tanta gente en un lugar tan pequeño?
Foto: Juanchi González
Estoy sudando y me han pisado varias veces. No falta quien te vire una cervecita encima y claro, la mano misteriosa que inocentemente te agarra una nalga. Y ni intentes mirar hacia atrás y adivinar quién fue porque todos tienen cara de sospechosos.
Antes no pensaba en la hora, hasta podía ver el amanecer en el Morro. Hoy, en el primer bostezo, miro el reloj y pienso “ay bendito, todavía es temprano”.
Sigo en negación porque la parte difícil es cómo le dices a tus amigas que ya te quieres ir. No es fácil admitir que no te estás divirtiendo, ni tampoco escuchar su frasecita favorita “estás viejita ya”.
¿De cuando acá las fiestas se volvieron una tortura? Al final de la noche, compruebo que los intereses sí tienen fecha de caducidad, es mejor ser valiente y admitirlo. Y aunque todavía estoy en mi segunda década de vida, prefiero los lugares donde se pueda tener una interesante conversación. Lugares donde no tenga que gritar en vez de hablar.
Y por primera vez me adelanto y lo digo.
– “Así que…chicas me voy. Y antes que lo digan, sí estoy vieja pa’ estos revoluces ya”.