La muerte es un territorio en conquista. No nos zafamos de ella, de ese querer buscar una onda con qué lanzar la primera piedra para ganarle terreno, quizás dar la vuelta por donde escapárnosle y/o evadir su irrevocable sentencia de vida eterna. Al cerrar el círculo de la existencia, no nos quepa la menor duda, la muerte constituye un acto de asentamiento, de territorialización existencial y espiritual. Es casi como volver a casa sin necesidad de sonar dos veces, como Dorothy, nuestras zapatillas rojas.
Durante toda la trascendencia existencial el ser humano ha hecho un ritual de esa “vuelta a casa”. Este rito ha hecho que la muerte (y la construcción de la huella que se deja en honor a los muertos: los cementerios) se haya convertido en una ceremonia para apoderarse del último espacio de la vida. Para los griegos y otras sociedades antiguas, el enterramiento era tan esencial como el propio nacimiento; la importancia radical de cerrar el círculo para continuar hacia la eternidad. Los cementerios modernos, incluso, se convirtieron en urbanizaciones construidas como semejanza a la permanencia que tuvo el cuerpo dentro del conjunto tribal y, por ello, la capacidad espacial de los mismos, en plena simulación de un pueblo, ahora convertido en Comala. Durante siglos el hombre ha entendido que no se trata de una nueva vida (para qué preocuparse si va a ser la misma vaina que la anterior y para colmo sin garantías materiales y/o reales) sino la permanencia de la trayectoria que se obtuvo por este paseo por la tierra. Esa huella semi-permanente (que es el abono de consumo para los arqueólogos) es la venganza ante el acto ineludible de morir. Dentro de esta tregua, con la que los dolientes quedan ante la pérdida del ser que perece, quedan estos espacios para transar con los procesos de dolor, ausencia y rabia. ¡La cantidad de espacios que hay para éstos es inmensa!: paseos, asientos, jardines, portones para la privacidad, caminos rectos y sombreados, figuras de mármol, incluso talladas con el rostro del(a) fallecido(a). Estos estructurados espacios, sin embargo, tan modernos y sincrónicos, limitan, estratifican, separan aquello fuera del rito que no llame a la perfección y al orden; lo alterno, como los espacios de indigencia, son de otra tela.
En las afueras del Cementerio Municipal de Mayagüez, hay tumbas sin nombres; sólo con una cruz señalan el lugar de la permanencia de lo que antes fue un cuerpo con vida (si es que hay alguno). Todas aquellas cruces, sin dirección ni orden, se encuentran en medio de la maleza. Algunas de ellas ya sucumbieron al tiempo y caen rotas al suelo, ninguna está identificada por quién mora allí. Son los olvidados, que es casi peor que hablar de desaparecidos, los inmemorables, los anónimos que testimonian las desigualdades sociales incluso después de la muerte.
En este tributo las épocas han ido cambiando sus formas y maneras de expresar el dolor. La estética de la defunción del siglo XIX mostraba sus expresiones clásicas desde la belleza del mármol, la calidad de los epitafios, la importancia del espacio sepulcral, la prepotencia por mostrar el sufrimiento de la pérdida en forma elegante que identificaba el poder económico de los ricos. Mirando más abajo estaba la simpleza del pobre, del innombrable. Y en medio, los nichos proletarios con su porte de apartamento dominguero de clase media endeudada hasta las “animitas” o muertitos a los cuales pedirles favores especiales a cuenta de regalos y ofrendas populares. Toda una estratificación plenamente social, que puede llegar a convertirse en un apiñado y conglomerado descanso eterno.
Comprender la vida requiere primero un esfuerzo para comprender la muerte. No basta tan sólo con vivirla y disfrutarla. Se necesita algo de morbo para entender que el efímero paso que damos en este tránsito respiratorio también conlleva una búsqueda de poder; de sembrar terreno y dejar huella para las futuras generaciones. No nos basta con la preservación de la vida; hay que también ponerle pique a las Parcas.
Reflexionando precisamente sobre estos paseos entre cementerios y ruinas, es singular ver cómo ha ido cambiando el modo en que ritualizamos este traspaso de cuerpo a ente, a través del tiempo insular: cómo va cambiando la percepción de esta realidad caliente que llevamos engrilletada al alma a una visión totalmente lumpenizada de morirse. Y es que dentro del rito mortuorio portorricensis es de aceptación popular el brindis con ron, las canciones en la procesión fúnebre, incluso hasta el baquiné de estratos tan enraizadamente sincréticos y negros. Sin embargo, algo de lo popular actualmente empieza a mediatizarse y a convertirse, más que en la celebración del acto, en la objetivación de la muerte. Allí han llegado los “muertos paraos”, los “muertos en motos”, los “muertos en ambulancia”, como objetos en cera para el disfrute del circo nacional en clara competencia al ambiente político. La lumpenización ha hecho que el puertorriqueño haya perdido la sublime capacidad de morirse con dignidad y en paz (y por ende, enterarse igual) emulando al Museo de Cera de Madame Tussauds. La espectacularidad del acto, la escenificación de lo grotesco, la empobrecida calidad estética de las tumbas y la simplificación del espacio ceremonial presenta un alejamiento de lo popular para convertirse en una mediatización burda de la muerte que refleja cada vez una sociedad más insensibilizada con respecto a ese otro escalón que damos cuando somos carne de cañón para los gusanos. Al parecer, la vida eterna ya no nos parece tan divertida. Ni nuestro país tampoco. Quizás si Oliverio Girondo hubiera sido puertorriqueño, estas palabras, más que un juego, serían una sentencia dolorosa: ¡Ah, si yo hubiera sabido que la muerte es un país donde no se puede vivir!
La autora es escritora