Hay un lugar: Colombia. Hay un hombre, profesor de Derecho y aficionado al billar, que mira en la pantalla de un televisor cómo de un zoológico abandonado se escapan los animales. Hay otro hombre, más bien sombrío, también seguidor de este juego, que mira la misma pantalla. Y está la extraña amistad que ambos entablan. El primero narra la historia del segundo, y el segundo acarrea la caída estrepitosa de un país.
Lo anterior podría ser una salida fácil, bastante simplona, de intentar resumir de qué va El ruido de las cosas al caer, novela que le mereció el Premio Alfaguara 2011 al colombiano Juan Gabriel Vásquez. Pero hay más. Él anduvo de paso por la isla. Y para eso nos reunimos.
Era mediodía, mitad de semana. Juan Gabriel se acomoda unos cabellos sentado detrás de un caficoco en la Plaza Colón, toda una aberración empalagosa–el café– para los ortodoxos de este líquido. Desde el fondo nos llega el resonar de platos y tazas, a nuestro costado hay una ventana y mucho sol, cosa rarísima en este noviembre gris. Conversamos acerca de su último libro y algunos anteriores, sobre aviones; sobre sus miedos, que fueron también los de una sociedad, y el mundo de la ficción como otra posibilidad de conocimiento.
Está cansado de contestar preguntas sobre sociología, y lo dice con verdadero desaliento, lo agota hablar de drogas y su legalización, y que metan, más por pereza que otra cosa, “El ruido de las cosas al caer” en el saco de las narco novelas. Cuando comenzó a escribir el libro, a propósito de ello, estuvo en una especie de inconsciencia auto impuesta de la tradición narrativa colombiana del siglo XX. “No me releí, por ejemplo, ‘La virgen de los sicarios’, ‘Cartas cruzadas’, de Darío Jaramillo, o ‘Leopardo al sol’, de Laura Restrepo. Más bien mis modelos estaban fuera, incluso no en mi lengua, sobre todo en un libro al cual quiero muchísimo que es el ‘Gran Gatsby’”, confiesa con un acento bogotano suavizado, en parte, por sus años de emigrante.
Si bien es cierto que ninguna vida es privada, máxime en los tiempos que corren, la novela evade astutamente cierta propensión en buena parte de la literatura colombiana por buscar afanosamente espectros más amplios de la sociedad, siempre desde el territorio de la violencia y la soledad. A la pregunta de cómo se transita por una línea tan fina, suelta la taza y se demora un momento: “El libro desde un principio fue muy personal. Eso me libró de la tradición de los años setenta y el surgimiento de las clases mafiosas en Medellín. Era más bien una memoria muy íntima de mi generación. Quería darle forma a un mundo muy privado, a ciertos recuerdos de esa época, a cosas que les pasaron, no a mí, pero sí a muchos amigos; quería hacer una historia con mis miedos y ansiedades”.
En el texto, Antonio Yammara, el narrador, al igual que en la novela de Fitzgerald, juega a dar un paso al frente, mientras da otros dos hacia atrás. El contrapeso y punto de apoyo que le sirve a la novela para abarcar un radio más amplio de la sociedad es la amistad que éste contrae con Ricardo Laverde: un aviador con un pasado turbulento que, a su vez, posee una nobleza casi infantil.
“Colombia es una obsesión. Extraño algún paisaje,
mi familia, ciertos amigos,
pero nunca he sido un nostálgico".
“La historia colombiana del siglo XX puede ser contada a través de los aviadores. Un hecho medular a principios de siglo fue la guerra con el Perú. En el folclor colombiano esa guerra la ganaron los aviadores y ello era sinónimo de heroísmo. A finales de siglo eso se transforma, surge el contrabando y el narcotráfico que degeneraría en la violencia y la ignominia”, explica pausadamente. Elige con cuidado sus palabras, no es extraño el que, al igual que Yammara, se haya licenciado en Derecho.
En el año 1998, Juan Gabriel tuvo acceso a la grabación de la caja negra del vuelo 965 de American Airlines que se dirigía a Cali y se estrelló en 1995 en las montañas de la ciudad de Buga, al oeste de Colombia. “Conseguí esa grabación y no sabía qué hacer con ella, ése documento estuvo todo este tiempo como mirándome y diciéndome: ‘hay que hacer algo’’’. En cierto modo ése fue el germen de la novela, o al menos el hilo con el cual, desde aquel año para acá, pudo urdirla. Al igual que en el cuento “All the dead pilots’’, de Faulkner, el vuelo 965 recoge en gran medida el viaje vertical, la colisión no ya sólo de aviones y aviadores, sino de gentes que se pierden. “La metáfora de la aviación se instaló desde un principio porque en cierto sentido representaba la caída del país”, dice.
A esta altura se sirve un poco de agua para atemperar la garganta y tanta azúcar. Otro avión también lo sacó de Colombia. Juan Gabriel es un escapado. Se doctoró en Literatura Latinoamericana en París, vivió en Bélgica y actualmente reside en Barcelona. Hace de todo, traduce, enseña, escribe periodismo y mantiene una columna en el diario El Espectador de su país. “Una de las razones por las que vivo en Barcelona es porque buscaba que alguna editorial me permitiera ganarme la vida con esto que es lo único que sé hacer más o menos bien, que es leer y escribir”.
La prosa de Juan Gabriel, un hombre relativamente joven y de contextura más bien corpulenta, resulta una excepción a la regla en el mejor sentido del término. Ello antes de su última novela, inclusive en su libro de cuentos, “Los amantes de Todos los Santos”. Su pericia y rigor a la hora de narrar mezcla lo mejor de las formas tradicionales de los géneros que maneja, sin descuidar ciertas maneras de contar una historia que siempre se regeneran. Las voces en sus textos, como lo haría el mejor Camus, Carver, incluso el propio Fitzgerald, tienen la capacidad de entrar y escapar de las historias como si se avanzara en auto sin descuidar el retrovisor, lindan siempre entre ambos vértices. O como si mostraran un mapa del cual sólo conocen el boceto.
Le pregunto, entonces, cómo compara ambos géneros. “Para mí son dos cosas absolutamente distintas”. Contrario a la hibridez con la que se experimenta de un par décadas acá, defiende la autonomía de ambos. “El que los dos sean ficción en prosa es apenas una coincidencia. Un cuento se parece mucho más en su comportamiento, digamos, a un poema, que a la novela. Sirve para hacer cosas muy distintas. El cuento es un aparato muy sofisticado que permite que no se nos escapen unos momentos de verdad, de iluminación cotidiana, que tiene que ver mucho con la poesía, y que si no existiera el cuento se nos perderían, no habría manera de contenerlos”.
“De otra parte, y ahí ambos están atados por la ficción, es que la ficción es una manera muy especial y única de pensar la realidad, de conocer el mundo. El mundo que contamos se vuelve ambiguo, hay una comprensión que no es literal y que en ese sentido es muy amplia y valiosa para mí”, dice y escucho que la cinta de mi grabadora vieja hace clic y deja de grabar.
No abuso de su tiempo porque en un par de horas se iría del país. Antes le había cuestionado sobre su relación con los aviones y aeropuertos, y si echa de menos su país. “Colombia es una obsesión. Extraño algún paisaje, mi familia, ciertos amigos, pero nunca he sido un nostálgico, no siento esas querencias. Más bien me siento cómodo en la extrañeza”. ¿Y los aviones? “Hay una calidad, una intensidad muy extraña de la soledad en los aviones que a mí me ayuda mucho”, dice. Pronto estaría en uno.
El autor es escritor.