I
Llegar es fácil. Irse no tanto. En la Avenida Piñero los carros pasan raudos: una estampida metálica y feroz. Rumbo a Trujillo Alto, a la derecha de la carretera, un avión en miniatura color blanco sobre fondo verde anuncia que el aeropuerto pronto se dibujará en el horizonte. Es domingo, mes de mayo. Es domingo, mes de mayo, y el verano quiere asomarse antes de tiempo, quemarlo todo.
Pienso en las personas que siguen a diario esta ruta sin haber pisado nunca un aeropuerto. ¿Mirarán al cielo, los aviones que llegan, que se van? ¿Mirarán esos otros letreros que instalaron –como por generación espontánea– al lado de los anteriores y que anuncian el camino a seguir para llegar a The Mall of San Juan? ¿Por qué, o mejor, para qué juntar ambos destinos? ¿Tan evidente ha de ser el que los turistas sean el grueso de los potenciales clientes que acudan a ese mall que utiliza contra todo pronóstico el nombre de nuestra ciudad capital?
Los letreros se acaban y hay que estacionar el carro. Inquieta la arquitectura. Por exuberante y disparatada. Jardines recién nacidos se mezclan con cantidades epopéyicas de cemento. Tanta palmera, tanta enredadera milimétrica semeja un Disney tropical. Me acompaña Mariola, una amiga. Nos miramos desorientados, con los ojos inmensos. Casi como turistas.
II
El 17 abril de 2015 el corazón de Alfred Taubman no latió más. Tenía 91 años y varios medios anunciaron su muerte. El hombre, hijo de inmigrantes judío alemanes, cenaba en su casa cuando sucedió. Taubman Centers Inc. era la firma que comandaba: una de las más prestigiosas y exitosas en los Estados Unidos dedicada a la construcción de centros comerciales de lujo. Sus tentáculos, incluso, alcanzaron a Corea del Sur.
Para el año en curso, la revista Forbes lo colocaba en el puesto #577 de los hombres y mujeres más acaudalados del mundo con una fortuna que rondaba los $3.1 billones de dólares. Fue en la década de los años cincuenta cuando Taubman comenzó a construir centros comerciales. Desde entonces cambió el ordenamiento de las ciudades, así como el tejido urbano y económico allí donde sus negocios operaban. A la par, en Puerto Rico la incipiente Operación Manos a la Obra hacía lo propio. En nuestro archipiélago, se alió con la empresa New Century Develompment. The Mall of San Juan resultó ser el último centro comercial que el viejo Taubman vio nacer.
III
El aire acondicionado es de una delicadeza pasmosa. Afuera es un horno. Adentro un carro Porsche en exhibición nos recibe. Las paredes, recubiertas en mármol, son una síntesis, como un golpe sin previo aviso, de lo que se ha de esperar durante el resto del recorrido. En el podcast del programa Te Cuento: “La burbuja de los malls”, un empleado de la construcción de este lugar advertía sobre lo dificultoso de instalar las planchas de mármol que ahora vemos en las paredes. A otro de los obreros se le preguntó si se visualizaba como comprador del mall. La respuesta, sencilla, sencillísima, precisó apenas de dos palabras: “Para nada”.
En Saks Fifth Avenue levanto un zapato de mujer, dudo del sentido de la estética del diseñador y, más aún, del precio: $1,075. Cerca unas mujeres, tres, negras, ignoro de qué nacionalidad, se pavonean probándose zapatos. Hablan inglés e intercambian opiniones. Más tarde miramos gafas. Otra mujer, pelo rubio, mayor, pestañas pegoteadas y postizas, ojos color azul postizo, nos habla de los beneficios de hacernos socios de la tienda. Si nos hacemos socios, dice, no nos cobrarán intereses cuando usemos el servicio del valet parking del mall. Le agradecemos a la mujer. En silencio.
De este centro comercial llama la atención la ausencia de ruido. Bendito sea el Cantón Mall y su bullanga incesante, con sus chancletas metedeos, con sus maquinitas de los años noventa. Acá las parejas se rozan apenas las manos. Acá quienes único gritan y ríen son los niños en esa especie de crucero infantil que hace las de centro de juegos.
Una alfombra azul ubicada en medio del pasillo en un ala del centro comercial simula el mar. Desde arriba, un chorro de sol los ilumina mientras juegan. Impresiona el techo de cristal, un guiño arquitectónico que busca la sensación de estar a la intemperie en un lugar donde una Medalla cuesta cinco dólares y un par de zapatos lo que dos meses de renta. Los niños caen abatidos por pistolitas hechas con las manos. Pum, pum. Los vemos y escuchamos desde el segundo nivel, una especie de mezzanine con vista privilegiada. Nos alejamos. Aún faltan tiendas por abrir. Lejos de los niños, regresa el silencio.
IV
The Mall of San Juan fue construido en la ya extinta Villa Panamericana y sus dimensiones alcanzan los 650,000 pies. Construirlo tomó dieciséis años a un costo que rondó los $475 millones de dólares. En el podcast citado, la alcaldesa de San Juan, Carmen Yulín Cruz, dijo entender que “ellos’’, refiriéndose a los inversionistas de este centro comercial, “han demostrado tener responsabilidad social y una conciencia social de impactar positivamente la gente aledaña al Mall of San Juan”. Cerca de este lugar se encuentran la Laguna San José y los residenciales Ramos Antonini y Manuel A. Pérez. Queda imaginar la tensión de clases sociales, aunque la fe de la alcaldesa mueva montañas.
Dice la argentina Beatriz Sarlo: “Donde las instituciones y la esfera pública ya no pueden construir hitos que se piensen eternos, se erige un monumento que está basado precisamente en la velocidad del flujo mercantil”. ¿Acaso es así? ¿Existe tal flujo mercantil? Todavía es domingo, mes de mayo, y la gente camina por The Mall of San Juan de manera extraña o retraída. Son pocos los paquetes que cargan. A veces ninguno. En Nordstrom el escenario es distinto y concurrido. Una escasa fila se forma y un par de clientes esperan para pagar. Un pequeño café, a todo lujo, es ocupado por personas variopintas. Hay mujeres mayores, parejas.
En la tienda LUSH, Fresh Hand Cosmetics, un molote de mujeres prueba y huele jabones, scrubs y exfoliantes. La disposición de los productos simula una carnicería. Un templo al hedonismo y el cuidado de la piel. Media libra de jabón, una libra, dos libras. De entre todas las tiendas, esta parece ser la más exitosa. Antes pasamos por Swarovski, Teavana y un largo etcétera.
Llevamos tres horas y es hora de subir a mirar la Laguna San José. Un cielo impecable y azulísimo. Nos ofrecen un menú. Miramos el precio de la Medalla a cinco dólares y reímos. Decidimos devolvernos. Es otro y el mismo el sol que nos alumbra. En la carretera buscamos letreros que indiquen algún destino distinto a este. No los encontramos. Nos perdemos. Damos una vuelta sin sentido, pero al final nos orientamos. Adiós, Mall of San Juan. Adiós.