“Su vida fue como el pétalo de una flor que se abre,
y se convierte en un cáliz”.
– Licenciado Eduardo Villanueva
Es una noche gélida en Viejo San Juan y, en el segundo piso del Ateneo Puertorriqueño, una brisa fuerte atempera la entrada de un salón. Afuera llovizna, pero adentro decenas de asientos ocupados quedan ante a un féretro marrón adornado con rosas blancas.
Cuarenta y ocho… cuarenta y nueve flores, cuento desde este lado. En total serán unas cien. Un ramillete justo para una despedida.
La actriz, cantautora, productora y gestora cultural puertorriqueña, Brunilda García, falleció el sábado, 4 de marzo, y son al menos doscientas personas las que participan ahora en su acto fúnebre. Al fondo, una inmensa bandera de Puerto Rico sirve de telón. Alberga una sola estrella sobre un azul que quisiera ser cielo. El féretro permanece cerrado y a su lado, un podio.
Rafael Cancel Miranda se acerca y suelta anécdotas entrecortadas por la memoria, no por eso menos válidas, hasta que una claridad puntual reclama sus palabras y quienes lo escuchamos lo sentimos dominar el aire.
“Viendo esa bandera, ella, para mí no, está muerta. Está viva. Lo que vale en los seres no es cómo se ven, ni el cuerpo, es cómo piensan, cómo aman. Nosotros valemos por lo que sentimos. Ella honró esa bandera y esa bandera ahora la está honrando a ella. Es… mutuo amor”, dice sobre la amiga con quien compartió anhelos y resistencias por un Puerto Rico libre, y a quien ahora recuerda con humor y cariño.
Al otro lado del féretro, una estructura de diamantes grisáceos sostiene una corona de flores blancas y rosadas. Una mujer parece prestarle guardia con la expresión facial surcada hacia el sur. Un cuerpo robusto lo nota y se le acerca. La abraza –el lenguaje de los abrazos opera distinto en estos espacios— y una conexión mente-cuerpo-brazos libera el llanto.
El tiempo, que transcurre distinto en los funerales, avanza y a la vez no. Acá pasa, pero ahora suben a escena miembros de la Orquesta Nacional Criolla Mapeyé. La rememoran y cantan. Le cantan.
En un recoveco, una señora de cabello canoso, camisa crema, espejuelos ovalados y montura transparente, cierra los ojos y escucha el cuatro, relaja las cejas, y recuesta su mentón sobre el hombro de la joven que la acompaña. Luego abre los párpados y su mirada queda suspendida en la nada, hasta que encuentra en los pétalos blancos del féretro un todo.
Algunas voces cruzan el pecho y navegan hasta los lagrimales. Entonces dos personas mayores se agarran las manos, nunca se miran, pero la palma del uno cae justo sobre los cuatro dedos del otro. Algunos consuelos no necesitan miradas.
Sobre la tarima negra, el mentón de un músico se tensa mientras toca bongós. Una semi-luna intenta abrírsele ruta en el rostro, y él que presiona sus labios y concentra sus manos en la percusión. Su mirada va al suelo, al micrófono, a la voz, a los pétalos.
“Si hablamos de Mapeyé tenemos que hablar de ti. Tenemos que hablar de ti”, canta Roberto Silva, vestido con camisa de cuadros blancos y negros, mahón azul y sombrero oscuro. Dice ‘no’ con el rostro en cortos, casi imperceptibles movimientos. Posiciona los dedos de su mano izquierda sobre sus ojos, los cierra y la tristeza, el luto, o ese sentido de vacío que dejan las ausencias, permean el cuerpo.
“Tenemos que hablar de ti”, insiste Silva, y llegan aplausos desde el público, quizá reivindicando subrayando, que hablar y recordar y nombrar y emocionarse y llorar y respirar profundo son parte de la organicidad humana, aun cuando la tristeza surca la existencia.
Transcurren los minutos y se expresa Anamín Santiago, presidenta del Colegio de Actores de Puerto Rico. Antes le tocó el turno también al profesor Miguel Santiago y al licenciado Eduardo Villanueva, portavoz de la campaña para liberación de los presos políticos de Puerto Rico, en la cual García participó. El catedrático y periodista Mario Roche funge como maestro de ceremonia.
El reloj avanza y se presenta el grupo músico-teatral Cimarrón, dirigido por García durante décadas. Y más trazos sonoros inundan el espacio.
Al fondo, entre filas de asientos, un envejeciente de abrigo azul hojea algunas fotografías. Se detiene, mira las imágenes que sostiene, y luego al féretro, quizá para entender mejor el paso del tiempo, y quizá lo logra, o no, pero tras varios segundos las guarda en un sobre blanco. Quizá solo prefiere fijarse en pétalos blancos.
En el aire quedaron murmullos, lágrimas, sonrisas, afectividad por una vida que también fue flor.