Tomás Gerardo Muñiz García de la Noceda, Tomito, el primogénito de Doña Luz y Don Tommy, el mayor del clan de hermanas y hermanos de la familia Muñiz, abandonó su cuerpo terrenal la semana pasada.
Teclear en la computadora, por más infinitivo que sea, ahora mismo no es fácil. En pocas ocasiones escribo en esta sección de opinión y más de una vez he criticado que lo hagan los propios periodistas de este medio, intentando sudar algún flamante conocimiento en pleno alba de sus carreras, radiantes pero tempranas.
Hoy lo hago con la garganta afligida, más cortao’ que los cafés de la Imperial que Tomito Muñiz le pagó alguna vez a los de la redacción de deportes de El Mundo, allá para finales de los noventa. No me gusta. Tomito me obliga a la máxima subjetividad y me nace triste.
Muchos y muchas hemos perdido a una persona que queríamos un dron. Para mí fue muy importante. Mi vida quizás fuese diferente si él no hubiese estado en ella, levantando a uno por teléfono cuando había tropiezos o contándome alguna cicatriz de su pasado que ayudaba a sanar alguna herida de mi presente. Intentaré enumerar las lecciones que saqué del privilegio que fue compartir mis inicios en el periodismo con él.
Primero lo primero: de Tomito aprendí de hipismo, de cómo el Hipódromo Camarero puede ser visto como un chanchullero cubil de trucos o como la bonita meca de una subcultura puertorriqueña única.
De Tomito aprendí a devorarme a Hunter S. Thompson, y si usted es un periodista que está empezando, de los que aún anda embelesado o ensimismado con la mediática en COPU o Sagrado o Arecibo o Humacao, creyéndose que sabe, o peor aún, si por casualidad usted ya es un profesional de los medios, profesor o profesora incluso, y no sabe que Hunter S. Thompson es uno de los cronistas más importante del Estados Unidos del siglo 20, no pichee y pulse aquí para que se entere. Necesita entender que una de las misiones de Tomito en su interacción con aquellos cronistas que en aquel momento teníamos 20 y poquitos era sacar el Hunter S. Thompson que tenía el lápiz de cada cual.
De Tomito aprendí a que nunca uno debe darse por vencido. Si te caes, te paras. Se sabe que ningún ser humano es perfecto, y la mente hay que bañarla siempre de tenacidad, por si acaso. “Te puedo contar tantas cosas”, recuerdo que me dijo una vez que le hablé del reggae y las bandas que comenzaban a abrirse paso cuando empezamos a trabajar juntos en El Mundo, en 1998. Tomito era este raro ejemplo de un intelecto voraz, una habilidad nata para escribir, un pulido sentido de dirección a la hora de narrar algo, una calle bien llevada y una conciencia y una sensibilidad tan robusta como los ejemplares equinos que analizaba para predecir sus orejitas hípicas.
Destilaba bondad. Era sumamente chistoso. Te hacía canciones con tu nombre. Si, por ejemplo, te llamabas Hiram Martínez te cantaba con tono de escala musical: “Hiram Martínez, Hiram Martínez, Hiram Martíneeeeeezzzz….”.
Como diría ahora la juventud, te desbarataba las chuletas. Te recordaba, cuando te creías que sabías, que había alguien antes que tú que supo más y que habrá otro después de ti que sabrá más, filosofía que debería regarse en esta época en la que pocos jóvenes saben conversar sin mirar el celular.
Conocía a todo el mundo. A todo el mundo. Te daba dirección cuando de casualidad aparecía tal o cual personaje en tu vida de periodista. Te enseñaba a reírte de ti mismo. Era la cúspide de ser un crack. Demasiado a fuego. Todo el tiempo.
En 2010, construíamos desde el suelo la sección de deportes de Noticel, durante la fundación de ese medio. Fue una faena pesada –toda la fundación del proyecto lo fue– pero debo decir que, al menos en deportes, ya yo entendía una forma de entrarle rápido a un público fiel, que te va a seguir, sí o sí, nada más porque apelas a su gusto apostador. Necesitaba alguien que escribiera sobre “los caballos”. Sin pensarlo, llamé a Tomito.
Así, Tomito, su genio, más que su figura, entró al mundo digital. Fui increíblemente afortunado de verlo de cerca aceptando el reto digital mientras trotaba en su sexta década de vida. Las y los editores de Noticel que lidiaron con él, sin duda recuerdan con una sonrisa los momentos en los que les tocaba trabajar las orejitas hípicas cuando yo no estaba. Nos hicimos más panas aún. En cierta forma, se volvió un mentor on call, al igual que otro compañero periodista de los inicios de Noticel, Pedro Marbán, que falleció en junio pasado. Marbán y Tomito, si ahora mismo están echando chiste en algún sitio sideral, por favor acuérdense de mí. Tomito, cántale un tango a Marbán.
Hace unos meses Tomito me llamó pa’ ver cómo estaba. Mi vieja estaba en el hospital, el badtrip era grave. Tomito fue un aliciente. Hablamos casi una hora. Quedamos en encontrarnos, nunca sucedió. Recientemente, me envió una columna luego de la Serie Mundial. “¡Lo puedes publicar o dárselo a cualquier amistad!”, me escribió en mayúscula. Sonreí y seguí trabajando, guardando el escrito para leerlo luego.
A continuación va esa columna, que de alguna forma logra empatar su carrera de pelotero con la verdadera razón por la que Tomito cree que ganaron los Cachorros. Por entender que fue quizás su última, la describimos como fotofinish, una alusión a los muchos finales de carrera que Tomito presenció cubriendo el deporte del hipismo, que tanto le apasionó. Por si acaso, esto Tomito lo escribió antes de que ganara Donald Trump.
Adiós amigo, familia. Gracias por todos tus Tomatazos, los hípicos y los de la vida.
‘Mister november’
Por Tomito Muñiz
A las doce y trenticuatro de la madrugada del jueves 3 de noviembre se detenía por lluvia el séptimo y decisivo juego de la temporada 2016 entre las novenas de Chicago y Cleveland. Hace unas semanas me cautivó un artículo escrito por el gran Hunter S. Thompson llamado “El Kentucky Derby es decadente y depravado”.
Leerlo sirvió como un cantazo de batería existencial para dejar correr mis sentimientos. Aunque me había dado el gustito, no había podido consumir las ganas, tal vez porque me hacía falta un empujoncito existencial.
Mi carrera como pelotero fue poco distinguida, por no decir que de pesadilla.
Terminó cuando tendría tal vez como trece años y deseo contarla para que sea usted el juez si me debería haber retirado o no.
Para aquella época, los muchachos de Floral Park jugaban en casa de una señora que sólo conocí como Misis Nancy.
Aunque nunca la vi, era la mamá de un amigo que era compañero de juegos. La casa colindaba con el solar donde todavía se encuentra La Cueva del Chicken Inn.
El grupo de peloteros, todos mayores en edad e inmensos en estatura a mi late developing childhood se repartían en dos equipos y pueden estar seguros que yo era siempre el último que escogían cuando se hacía el sorteo.
En aquella fatídica mañana que marcó mi retiro del deporte, todo se debió a la regla de “si botas la bola de goma de foul son tres outs automáticos y tienes que ir a buscarla”. Era una regla usada para tratar que nadie botara la bola impunemente.
Para echarle sal a la herida de mi ofensa, tuve que saltar a la casa del lado a recuperar la bola de goma utilizada, con tan mala suerte que cayó en un pequeño estanque repleto de lotus.
Ahí tuve que ir a recogerla, sin percatarme que en el patio de la casa había dos perritos Boston Terrier que salieron a saludarme con ladridos y con una cara que parecían ser Dobermans. Con el pavor que me causaron, a pesar de la valentía que siempre me ha caracterizado, opté por meterme dentro del estanque para evitar mayores contratiempos.
Mis sueños de convertirme en jugador de pelota se vieron desde entonces limitados a oír las transmisiones radiales de Pito Álvarez de la Vega y a seguir de cerca la liga invernal, hasta el punto de haberme hecho fanático de ellas y ser obligado por mi madre a apagar el viejo radio RicoTone por donde las oía. Esos aparatos fueron un invento de mi abuelo Tomás, unos radios baratos que él produjo –con la visión comercial que siempre lo caracterizó– justo al momento en que los japoneses comenzaron a producir radios transistores, lo que le aseguró su fracaso tan pronto llegaron al mercado.
Es ahora la una y cuarto de la mañana y los Cachorros de Chicago, acaban de terminar la “macacoa” de 108 años sin ganar la Serie Mundial.
El deporte siempre sirve de escenario para sacar a relucir el drama y brindarle al fanático leña para sus hogueras de afición.
Hunter S. Thompson hubiese escrito alguna columna tratando de explicar la victoria de los Cachorros con su magia. Probablemente hubiese escrito que la maldición del dueño de aquel cabro de nombre Billy, hecha luego de la derrota de los Cachorros en la Serie Mundial de 1908, fue rota por cualquiera de los héroes de esta edición.
Yo pienso que fue la sabia decisión de la Asamblea Municipal de Chicago que decidió el miércoles eliminar el nombre de Donald Trump a una plaza. ¡Ojalá todas las asambleas municipales hagan decisiones tan acertadas!