Crónica sobre la experiencia de una persona en la división de inmigración en la Sección de Intereses de los Estados Unidos en La Habana, Cuba.
Esa madrugada de abril, como tantas otras mañanas, el parque frente a la afamada funeraria de Calzada y K en la Habana fungía como tablero de un juego despiadado. Allí se apiñaban centenares de personas que tenían pautada una entrevista en el Edificio de la Sección de Intereses de los Estados Unidos, en espera de recibir una visa que le permitiría la entrada al país del norte; ese lugar tan conocido y desconocido, tan cercano y tan lejano, tan amado y odiado, eternamente mitificado por todos los cubanos.
El trinar ensordecedor de los pájaros, que parecían protestar por la invasión a su otrora apacible morada, competía con la voz del oficial de inmigración que decía uno a uno y sin micrófono los nombres de los presentes anunciándoles su turno con un arcaico sistema que incluía sólo unas listas impresas y una pequeña escalera de aluminio. Aquí se ponía a prueba, no sólo la capacidad auditiva de los presentes sino también la paciencia, la capacidad de concentración y más que nada la resistencia corporal de cada persona que tuvo que soportar de pie las horas y horas de espera tortuosa o quizá ¿esperanzada?
Como si no fuera más difícil escuchar y concentrarse en la letanía de “Pérez y Yulieskis” que iba mencionando el oficial, pasó un camión de fumigación contra el dengue haciendo una bulla y soltando un humo blanco que nos envolvió a todos en esa nube tóxica por unos minutos. Mientras tosía y me quejaba, como todos, busqué a tientas la mano de mi cuñada para no perder de vista al único familiar que me quedaba al lado, porque los otros dos ya los había perdido en la multitud hacía horas. No pude evitar remontarme al Holocausto Nazi a los campos de concentración y a las tantas muertes en la cámara de gas. Cuando casi estaba convencida de que tendría una muerte con connotaciones políticas y sociales comencé a recuperar la vista y mis sueños de mártir se esfumaron junto con el humo.
A lo lejos vi una mano en el aire y me convencí de que era la del ser amado que había perdido horas antes. Resueltas a llegar hasta él, mi cuñada y yo fuimos abriéndonos paso bordeando el parque dando pasitos entre contados, uno dentro de la acera y uno en la calle, porque estaba terminantemente prohibido salir del cuadrante que formaba el parque y pisar la calle, so pena de confiscación de carnet de identidad y cancelación de la entrevista. Así que escondiéndonos de los oficiales, cual cimarronas modernas, íbamos como jugando a la peregrina entre la calle y la acera, un brinco adentro y otro afuera, hasta llegar justo al frente de la multitud para reencontrarnos.
En la primera lista no estaba su nombre, ni en la segunda, ni en la tercera. Vino a estar en la cuarta así que se imaginarán la cantidad de cosas que presenciamos.Sin duda, el momento más épico fue cuando un cincuentón presto y veloz, convencido de que a él no lo amonestarían por estar despistado o ser lento, emprendió su marcha a toda prisa para formarse en la infinita “cola” luego de entregar su carnet al oficial y en su ruta despavorida no se percató de la presencia de un gato negro al que le pisó el rabo y el afectado dio un maullido agudísimo y sacando uñas y dientes se le fue encima al susodicho que ahora llevaba un semblante preocupado; mi interior algo supersticioso comprendió que ese hombre ya estaba marcado, que todos allí lo estábamos en realidad.
Cuando dijeron el nombre del nuestro, los cuatro que andábamos juntos respondimos “aquí” a coro como si se tratara de la lista que pasan los maestros en la escuela y nos fuimos a formar. Dentro de todos hubo un silencio de esos que ensordece, un por qué perpetuo nos rondaba en la cabeza. Pese a esto, podía más la ilusión y el amor que el llamado a la cordura, así que acallé mis interrogantes y protestas y casi fue peor porque entonces comencé a escuchar las consabidas historias de fila. No faltó el que contó que ese era su quinto intento y que “esos perros lo que hacían era un negocio con la gente, pero qué se le iba a hacer, para mí una balsa no es una opción con la edad que tengo y hace años ya que no veo a mi hija y ni siquiera conozco a mis dos nietos, en la foto que tengo del mayorcito se ve que tiene mi misma cara, será la candela el chiquito ese”.
Cuando lo vi alejarse en fila india hacia la embajada donde ya no podíamos pasar, pese a mi pasaporte, sentí que el corazón se me agitaba como en un galope desesperado queriendo ir tras él. Aún guardo esa imagen como la de las reces que van al matadero, aunque inocentes en su ruta hacía la muerte algo las desespera y les advierte.
Un poco más tarde lo vi salir. No importó el centenar de personas a nuestro alrededor, sus ojos se posaron a lo lejos justamente en los míos, la multitud entre alegría y tristeza se desvaneció, todo se detuvo durante esos segundos. No hizo falta hablar, le habían denegado la visa. Simplemente, lo despacharon con “el próximo, escoltado por un oficial que no le permitía ningún alegato de explicación en un acto que lo deshumanizaba por completo. Era como una cadena de producción: “párese aquí, en el cuadrado, ahora camine, espere su turno y luego, el próximo”. La única explicación fue una carta genérica que alega que: “usted no ha demostrado que tiene los lazos que le obliguen a regresar a su país de origen después de su viaje a los Estados Unidos”, rematada con: “la decisión de hoy no puede ser apelada” y tampoco habrá devolución del dinero.
Los temas de inmigración son subjetivos, la política internacional también lo es, el concepto geopolítico cobra otro significado y lo único que importa es la grieta, el surco en el vidrio de los cientos de denegados que vuelven a intentarlo o peor aún a tramar otras salidas mortíferas. Ah! Pero esas sí son bien vistas por los ojos del norte. “Ahí vienen llegando son los balseros”, dice una canción que pretende ser de júbilo de un conocido salsero del exilio. Mientras tanto, nuestras manos se fundieron, éramos como un frente de lucha, unidos e indestructibles; nos alejamos como quien evoca en el tiempo las palabras de nuestra Lola “Cuba y Puerto Rico son…”; convencidos de que nunca nos quebrarían las alas.
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La autora estudió periodismo en la Universidad de Puerto Rico. Maestrante de FLACSO-Cuba.