Republicamos este texto del periodista y ex editor de Diálogo Digital, Eduardo Andrade Gress, un análisis profundo sobre como "el fútbol es vida, pasión, guerra, metáfora de erotismo y poder", con motivo de la Copa Mundial de la FIFA 2014. Este escrito fue galadornado por el Overseas Press Club en el 2010.
Robert Coover—extraordinario novelista y ensayista estadounidense— elucida en su artículo Una obra moral: el fútbol como teatro: “Se han propuesto muchas interpretaciones acerca del inexplicable poder del fútbol, de la semejanza de los grandes encuentros a un estado de trance y de su predomino mundial sobre todos los deportes. Destaca la teatralidad del juego inherente al juego, los dramas intrínsecos del pecado y la redención, la prueba de virtud, la búsqueda de modelo y cohesión, la colisión de fuerzas paradójicas”.
Pienso en Coover en su época española, asistiendo como todo hijo de vecino al pequeño estadio Sarriá, a finales de los años 70 y principios de la década de 1980. Rodeado de catalanes, Coover conjeturaba —muy lejos de su natal Iowa— que aquella final entre el FC Barcelona y el Real Club Deportivo Espanyol que presenciaba era en verdad una reconstrucción de la guerra civil española.
Me intriga la claridad con la que Coover escribe de fútbol. Son sus orígenes, nunca sus capacidades, lo que me asombra. Puedo imaginar las canchas congeladas en Charles City y al pequeño Robert mirando el hielo que cuelga de las porterías. La experiencia no sería muy diferente a la de un niño en Escocia que adora el balompié, con la inmensa salvedad de que ese niño creció en una sociedad que no se entiende a sí misma sin el fútbol. Ese no es el caso del pequeño Robert.
Muchas plumas veneradas han escrito acerca del fenómeno que es este deporte. La apabullante mayoría, escritores europeos o iberoamericanos. Por ello, la precisión de Robert Coover me deja absorto.
Coover vuelve y me golpea con la puntería fina de sus palabras. Soy un testigo más del choque mágico entre el destino y la lectura: “A veces parece que sólo hay dos juegos universales: la guerra y el fútbol. Quizá son meras variaciones del mismo juego, rituales de la era industrial moderna, originados en alguna actividad común en los albores de nuestra especie. Tal vez todo esto se remonta a una época en que la existencia del hombre era una lucha perenne en contra de sus enemigos, cuando la naturaleza entera era su campo de batalla. Porque aún hoy, a menudo, el fútbol y la guerra se funden uno con el otro”.
Mis ojos regresan brevemente. Leo de nuevo las palabras guerra y fútbol. Y sé que es hora de nombrar a Ryszard Kapuściński y su célebre La guerra del fútbol.
Si bien Kapuściński echa mano del fútbol para detonar su relato, solamente lo recupera —escuetamente— cuando ya está muy avanzado, a manera de catarsis personal y colectiva.
Pero, hay formas de comenzar historias y está el genio de Kapuściński: “Cuando el delantero centro del equipo hondureño, Roberto Cardona, metió en el último minuto el gol de la victoria, en El Salvador, una muchacha de 18 años, Amelia Bolaños, que estaba viendo el partido sentada frente al televisor, se levantó de un salto y corrió hacia el escritorio, en uno de cuyos cajones su padre guardaba una pistola. Se suicidó de un disparo en el corazón”.
Así, Kapuściński ubica en contexto al lector y comienza sus crónicas del conflicto bélico —fugaz, pero terriblemente feroz— entre El Salvador y Honduras en 1969, que dejó al menos seis mil muertos, más de 20 mil heridos y aproximadamente 50 mil personas sin hogar ni tierras. Una guerra cuyas raíces se encuentran en el drama agrícola salvadoreño y en los abusos latifundistas en ambos países, que nada tienen que ver con el balompié, pero que se dan en el contexto de una serie de partidos clasificatorios entre las dos naciones, rumbo a la Copa del Mundo de México, en 1970.
Si bien en su libro Kapuściński casi no habla sobre fútbol, sí presenta inolvidables cuadros —todos muy breves— que pretenden explicar la importancia de este deporte para el contexto latinoamericano y que también ejemplifican lo maravilloso, lo fantástico, que trae intrínseco el fútbol.
Cuando Brasil alzó el trofeo del Campeonato Mundial de 1970, rememora Kapuściński, un exiliado político brasileño y buen amigo suyo —que también estaba en México— le dijo con mucho dolor: “La derecha militar tiene asegurados por lo menos cinco años de gobierno sin que nadie la importune”. En su camino hacia la consagración, Brasil tuvo que derrotar a la potente Inglaterra. Kapuściński recuerda entonces que el periódico Jornal dos Sportes, de Río de Janeiro, explicó la causa de la victoria en el artículo titulado “Jesús defiende a Brasil” aludiendo que “cada vez que el balón se acercaba a nuestra portería y parecía que nada podría salvamos del gol, Jesús bajaba un pie de entre las nubes y despedía la pelota fuera del campo”.
Otro episodio al que hace referencia Kapuściński ocurre después del partido en el que México derrotó a Bélgica 1-0. Augusto Mariaga, encargado de la cárcel de Chilpancingo (capital de estado de Guerrero), que albergaba mayormente a presos peligrosos, recorre los pasillos disparando al aire, felizmente borracho y al grito de ¡Viva México! abre una a una todas las celdas, dejando en libertad a 142 criminales. Tiempo después, un tribunal absuelve a Mariaga, argumentando que “actuó llevado por un arrebato de patriotismo”.
Juan Villoro, escritor y periodista mexicano, esclarece las formas de la pasión futbolera en su Dios es redondo. Cuando los jugadores pisan la grama, explica Villoro, “el mundo, el balón y la mente son una y la misma cosa. (…) el hombre en trance futbolístico sucumbe a un frenesí difícil de asociar con la razón pura”.
Jorge Luis Borges y Bioy Casares trasladan la pasión y la locura por este deporte a la cancha de lo abstracto. Su cuento Esse est percipi, escrito en 1967, deshila los finísimos linderos de la realidad, la imaginación y la percepción. En él, el personaje Domecq choca con el pavoroso hecho de que el último partido de fútbol que se jugó en Buenos Aires fue el 24 de junio de 1937. De ahí en adelante todos los partidos de fútbol fueron montajes, superproducciones de los medios. “No hay score ni cuadros ni partidos. Los estadios ya son demoliciones que se caen a pedazos. Hoy todo pasa en la televisión y en la radio. La falsa excitación de los locutores, ¿nunca lo llevó a maliciar que todo es patraña?”, le explica Savastano —presidente del club Abasto Juniors— a Domecq.
Si el fútbol es el camino que muchos toman como forma paralela de transcurrir la vida —o percibirla— y ha logrado vincularse a prácticamente todo lo que pueda conformar la existencia de un ser humano, no debe extrañarle a nadie que exista un libro titulado “How soccer explains the world”. Como si su autor, Franklin Foer, hubiese escuchado las exigencias de Savastano: “Yo quiero imaginación, imaginación. ¿Comprendido?”.
La imaginación supera a la realidad y viceversa. Es tiempo de redención. Si el fútbol es capaz de extrapolar conflictos y detonarlos, también es capaz de redimirlos, o al menos de postergarlos.
Mahmoud Younis nunca imaginó que una acción suya pudiese cambiar la dirección de las balas que se disparaban en Irak, su patria. Ni siquiera aquella tarde en Yakarta, en que la oncena iraquí apeló al corazón, a la épica y —¿por qué no decirlo? — a la ternura que sólo se asoma con la reivindicación del sueño consumado.
Irak se enfrentaba a Arabia Saudita en el partido final de la Copa de Asia. Era julio de 2007, y Younis con un gol de cabeza, al minuto 71, sentenció 1-0 el encuentro. Irak era campeón de Asia, por primera vez en su historia.
En el año en que más odio surgió entre las minorías étnicas iraquíes, el representativo nacional conformado por kurdos, sunitas y chiítas levantaba un trofeo continental. La heroica historia se vuelve casi un mito, cuando se revela que el equipo careció varias veces de las herramientas necesarias para competir —alimento, hospedaje, ropas, zapatillas de fútbol— y que todos los integrantes tenían familiares que habían fallecido recientemente a causa de la violencia de un país en guerra desde el 2003.
Gracias al gol de Younis, por unas cuantas horas las balas se alejaron de las carnes y se perdieron en el cielo. Hubo fiesta en todo el territorio iraquí. El fútbol pudo, una vez más, pausar una guerra.
Como lo hizo en las Navidades de 1914, en los campos de batalla de Flandes. Cuando miles de soldados alemanes, británicos y franceses abandonaron las mortales trincheras y sellaron una fortuita tregua disputando partidos de fútbol, intercambiando tabaco, coñac, periódicos y bizcochos de chocolate, según narra Stanley Weintraub, en Silent Night.
El fútbol también sirve para unir pueblos enemistados y reconcilia viejos amigos distanciados.
El presidente de Turquía, Abdullah Gul, visitó el año pasado Ereván, la capital de Armenia, para presentar lo que llamó la “diplomacia del fútbol”, una serie de reuniones, visitas oficiales y acuerdos, que pretenden reabrir las fronteras y restaurar los lazos culturales, sociales y políticos, marcados por un siglo de hostilidad mutua y la sombra del genocidio de más de un millón de armenios a manos del Imperio Otomano.
El acuerdo fue firmado después de que los presidentes de Turquía y Armenia asistieran a un partido de fútbol eliminatorio rumbo a la Copa del Mundo de Sudáfrica 2010. Horas después, Barack Obama felicitaba desde la Casa Blanca la “normalización” de las relaciones entre ambos países.
Uno pensaría que en la cuna de Carlos Gardel, las disputas futboleras —¡ha!, y aquellas sobre quién ceba mejor el mate— son los únicos conflictos existentes entre argentinos y uruguayos.
Pero no es así. Los primos sudamericanos tienen una delicada disputa desde mayo de 2006, cuando el gobierno argentino denunció a Uruguay ante la Corte Internacional de Justicia de La Haya por la instalación de una planta de celulosa en la localidad de Fray Bento, acusando graves consecuencias ecológicas para la región del Río Uruguay, que ambas naciones comparten.
Activistas ecológicos y asambleistas, que se oponen a la planta papelera, realizan desde el 20 de noviembre de 2006, un bloqueo en el puente internacional General San Martín, que va desde Gualeguaychú a Fray Bentos, causando pérdidas económicas y llevando la disputa diplomática a hechos de protesta. Nadie ha podido cruzar el puente desde entonces.
El pasado 14 de octubre de 2009, el periódico argentino Clarín titulaba un artículo “Queja por el corte en Gualeguaychú: No dejan pasar a un familiar a ver a un primo, pero sí a un hincha”. La nota hacía referencia a que durante el periodo comprendido desde las ocho de la mañana hasta las cinco de la tarde se permitió pasar a unos 300 automóviles en los que viajaban fanáticos argentinos que tenían taquillas para ver ese día el crucial partido eliminatorio entre Argentina y Uruguay, en su intento por clasificar a Sudáfrica 2010.
La Asamblea Ciudadana Ambiental de Gualeguaychú había resuelto levantar por unas horas el bloqueo del puente internacional argumentando que la medida estaba generando “un daño espiritual en las relaciones entre los dos pueblos”. Un partido de fútbol había logrado lo que años de disputa diplomática e innumerables negociaciones no habían podido: hacer ceder el bloqueo y volver a unir a dos pueblos enemistados.
Pero no hay que olvidar que detrás de cada historia increíble reside el propósito de este juego: el gol.
El fútbol tiene la virtud de fundir la realidad con la imaginación. Siempre ha sido así. Cuando la pelota golpea la red todo lo anterior es historia. Cada gol es una oportunidad de reinvención, personal o colectiva.
Los fanáticos iraquíes recordarán por siempre ese día en que por unas horas no hubo más muertes, soñarán el resto de sus vidas con Mahmoud Younis levantándose entre los defensas saudíes, cabeceando certero y luego corriendo en un trance de éxtasis, levantando las manos y festejando con sus compañeros. De la misma forma, argentinos y uruguayos se olvidarán del bloqueo en el puente General San Martín, pero sus mentes recordarán para siempre que con el gol de Bolatti, la Argentina se clasificó al Mundial y Uruguay tuvo que ir a repechaje.
Coover lo confirma: “Al final uno se queda con imágenes de cuerpos en movimiento; el fútbol es un juego muy sencillo: casi infantil, como los sueños”.
Lo mismo nos pasa con la vida.