América son tantas cosas. A veces esgrime el arco de un violín y ataca, como en un juego, a su hermano Alfredo. América, sin embargo, es más que un personaje. Busca en su memoria deshilachada las pistas que la devuelvan a su vida anterior. Cuando los recuerdos aún tenían una secuencia. Sus lagunas y olvidos, de otro lado, recrean de manera vital la posibilidad de otra forma del recuerdo, materia de primer orden si es el colectivo de teatro Y no había luz quien se topa con ella. A una década de su fundación, este grupo subió a escena el pasado fin de semana con “América”, obra que se presentó en la Sala Carlos Marichal en el Centro de Bellas Artes (CBA) en Santurce, como parte del Programa de Residencia de Artistas.
Alrededor de una hora bastó para que Y no había luz (Nami y Yari Helfeld, Julio Morales, Carlos Torres, Yussef Soto y Francisco Iglesias) fundara un nuevo mundo. Otro, puesto que a través de sus diez años de existencia, el colectivo ha sabido crecerse como hacedores de territorios hechos para gatillar la imaginación. No es casual, pues, que tras una década de ardua labor su nueva propuesta tenga el nombre de este continente larguísimo y plural del que formamos parte.
Con “América” –acaso su trabajo más ambicioso– la agrupación da un salto importante. Sobre todo por la delicadeza para con el espectador de armar un trabajo puntilloso que mezcla música en vivo, actuaciones impecables y objetos que resignifican la historia que América (Nami Helfeld) teje y desteje junto a su hermano Alfredo (Julio Morales). Este último lucha codo a codo por revivir un pasado común junto a su hermana. Infancia, adolescencia; al final, todo es lo mismo. En el camino, entre el humor y el desasosiego, halla la punta del ovillo o el germen de escenas que se suceden y dan sentido en su conjunto a la obra. Un sentido inconcluso, si se toma en cuenta que “América” requiere no poco esfuerzo del espectador. El absurdo, en ocasiones, sirve de metáfora para entrever cómo olvido y memoria se funden. Lo que resulta es un pantano cenagoso donde es difícil hacer balance. Y eso siempre se agradece.
Vale destacar el trabajo de iluminación de Pedro I. Bonilla, el cual aporta la sencillez necesaria para que los personajes se muevan a sus anchas en un claroscuro incesante. Y no había luz se luce al utilizar títeres, objetos y máscaras. Esta vez, la apuesta del grupo va hacia otra parte. El texto de “América”, con sus aciertos y desaciertos, pone la vara aún más alta, máxime si se toma en cuenta que el grupo prescinde de la palabra en la mayoría de sus presentaciones. “América”, a ratos, pierde agilidad en escena. Sin embargo, esos pequeños intervalos operan a modo de respiro. Tal y como funciona la memoria trunca de su personaje principal. Hay belleza en esta obra, humor y sobriedad. Un trabajo de altura. Eso también se agradece.