–¡Muchacho! Hasta los perros lo conocen.
Eso dirá el Cangri –barrendero, camiseta, bigotito blanco– casi al final de esta historia. No habrá ningún perro. Habrá, en cambio, un día más.
Don Saúl es un punto lejano. Y su voz llega antes que él. Mírenlo: mahones, camisa a rayas. De a poco se acerca. Si alguien sacara una foto tendría la imagen de un hombre que camina en medio de una lengua larga y angosta, azul, de adoquines agrietados.
El hombre que hasta los perros conocen tiene un mural en la calle Fortaleza del Viejo San Juan, un cabezudo en su honor confeccionado para la comparsa de las Fiestas de la Calle San Sebastián de este 2015, vídeos en la Web, ha aparecido en las páginas del The New York Times, en revistas, y hasta ha sido personaje de ficción en libros de escritores locales. Al hombre que hasta los perros conocen lo han detenido guías turísticos que ven en él otro monumento de la ciudad. Pero don Saúl no es ningún monumento. Es un hombre. Y eso basta.
Ya casi llega. Y es más clara su canción.
–Aaaaaaazucenas.
De entre la nube blanca aparece su mano férrea. Cuesta creer la aspereza de su palma abierta, la fuerza con la que oprime en contraste a esa delicadeza con la que apoya en su antebrazo izquierdo trescientas, cuatrocientas flores, que espera vender en lo que resta de jornada. Quien lo viera, vería a un hombre que carga aquel ramo como se cargan las cosas que palpitan.
Es una mañana de noviembre y en El Viejo San Juan hay reparaciones, obreros, motores de carros encendidos, poca gente asomada a los balcones, una música vieja y lejana, el eco de conversaciones difusas y un sol enganchado allá arriba que hace sudar hasta a las piedras.
–¿Caminar tanto le cansa?
–No.
Tenía ocho y su padre, Miguel Dávila, sembraba –entre otras cosas– flores en una finca de Río Grande. En el barrio Guzmán Arriba de ese pueblo nació don Saúl, el mayor de cinco hermanos. Allí correteó durante sus primeros años al calor y cuido de su madre, Laura Monserrate. También su abuelo vendió azucenas. Pero el único que las pregona calle a calle, loseta a loseta, año tras año, ha sido él. Don Saúl Dávila Monserrate es padre, abuelo de seis nietos, amigo, y las palabras le salen a cuentagotas.
–¿Nunca se protege del sol?
–No.
Su esposa, Rosa Villanueva, lo despide cada mañana a las ocho en punto. Desde Canóvanas, llega a los distintos lugares donde despuntan los días desde hace más de veinte años: San Juan, Levittown, Miramar, Cataño, Piñones. Recorre seis, siete, ocho horas, depende de cómo avancen las ventas. La vida de don Saúl, sin embargo, no siempre fue así. Ha hecho de todo. Fue obrero de la construcción, archivero, trabajó en una fábrica de foam y en una fábrica de refrescos hasta que esta última cerró. Entonces –y sólo entonces– volvió a aquel olor, ese que con la velocidad de su paso cansino lo devuelve a la infancia.
–¿Qué es lo que pasa, mi helmano? ¿Tranquilo!
–Bien –dice don Saúl, elevando la mano libre, ofreciendo una sonrisa que en él es otra flor.
En la biografía del hombre que hasta los perros conocen habría que añadir tres hijos que alimentó gracias al sustento de ese ramo grueso, inmenso, que se renueva y lo hará hasta que le alcance el cuero. Don Saúl sortea las calles con la naturalidad de quien se pasea dentro de su propia casa. La escena anterior se repite. Entra en negocios, restaurantes, se detiene a la sombra de un alero. Ahora don Saúl le ofrece una flor a un hombre en el Callejón de La Perla. El hombre tiene el rostro ligeramente llagado, los ojos hundidos, dormidos, y coloca aquella flor encima de la oreja de una mujer que agradece el gesto. Don Saúl vuelve a sonreír. Y lo hará hasta que le alcance el cuero.
Un día un carro lo atropelló. Con el índice señala su clavícula derecha. Fue en Piñones. De aquella vez, contra toda lógica, se recuperó sin el temor de seguir haciendo su trabajo.
–No, no, no. Hay que seguir.
En un país abocado al uso del carro en el que los peatones conforman una especie en peligro de extinción, sorprende la templanza y tranquilidad de este hombre al que no solo conocen los perros. Transeúntes, turistas, obreros, policías, niños, carteros, residentes, abogados, guardias, gente, gente, gente, todos lo saludan y él responde. En un negocio le ofrecen café. Y él acepta. En otro chocolate, agua.
–Sírvase ahí, vino de lluvia.
–Aajá. Gracias.
El canto de las azucenas lo heredó de su padre. Aunque don Miguel Dávila no las pregonaba, de él nacieron las primeras sílabas, la entonación exacta que hace que una nutrida minoría reconozca el olor que se asoma con su voz. Poco sabe del uso que le dan a sus flores y en ese azar se mueve, llueve o truene. Enumera, sí, a los santos, las bodas, como también su uso aromático. Sus flores las consigue en el lugar donde nació, pero también las cultivan en Salinas y Lajas. Don Saúl entra en una oficina de la Alcaldía. Hace rato que lo esperaban. Ahí le pagan unas flores fiadas y le compran más. Más tarde entra a una tienda y la dueña lo elogia.
–Saúl es lo más que queremos en Puerto Rico muchos de nosotros.
Si las últimas dos décadas no le hubiesen curtido la piel, quizá un ligero rubor le ocuparía el rostro. Una frente amplia, tostada, atravesada por un par de arrugas, termina en la frontera del cabello que acicala con cuidado. La nariz aguileña, las cejas inclinadas, poco dicen hasta que su sonrisa –tras ese bigote de años– ilumina el conjunto. Ahora don Saúl estrecha la mano de un oficial de la policía que lo llama por Azuceno. El hombre que hasta los perros conocen confiesa que no siempre capta el perfume de las flores que vende.
–Es la costumbre.
Una pareja de estadounidenses de los que se hizo amigo nombraron a su hija Azucena en su honor. Después no los vio más. De anécdotas como esa se componen sus días. Ya ha recorrido cerca de dos horas. Sube, baja cuestas, atraviesa calles, entra y sale de puertas oscuras. El itinerario rara vez varía: las calles San Justo, Sol, San Sebastián, Cruz, Luna, en todas deja su breve estela. En un puesto de revistas un hombre se inclina hacia el ramo que ahora don Saúl ha cambiado de brazo. Tres, cuatro segundos respira. A esta hora ya don Saúl no pregona sus flores. En la calle Fortaleza, cerca del mural que le hiciera Roberto Matos, el Cangri lo saluda fuerte con la mitad de su abrazo. El Cangri no se llama el Cangri y sí Leo Ortiz. De niño era un asesino jugando pelota y ahí nació el apodo. Hoy tiene cincuenta y ocho y demasiadas madrugadas en las costillas limpiando las calles de la ciudad amurallada.
–¿Entonces dice que hasta los perros me conocen?
Eso pregunta don Saúl, modesto, risueño. Sin soltar las flores, apoya la otra mano en la vitrina humeante. El estómago exige lo suyo y al frente la promesa de aplacar aquel vacío se presenta en forma de chuletas fritas, chicharrones de pollo, habichuelas guisadas, amarillitos recién salidos. Sin titubear, elige arroz guisado, habichuelas, chicharrones de pollo, amarillos y jugo de china. También sin titubear, don Saúl elige sus mejores flores y las coloca en el counter como forma de pago.
Ya es mediodía, el sol no afloja, y en el muelle los turistas se cruzan mientras sacan fotos o caminan con andar incierto. Dos cruceros inmensos aguardan en la bahía. Y don Saúl los observa. El hombre que hasta los perros conocen se detiene en medio de la multitud de cara al mar. Treinta, cuarenta segundos lo mira. Véanlo, ahí está: la comida en una mano, las flores en otra. Más temprano, limpiaba las pequeñas hojas muertas de su ramo con el cariño de quien remueve una pestaña en algún rostro querido.
–¿Se imagina sin sus flores?
Don Saúl se demora. Don Saúl no responde. Prefiere continuar limpiando hojitas muertas.
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