El calor. Primero eso. Gotas que se unen a otras formando hilos que ruedan por frentes, brazos y espaldas hasta que un dedo las atrapa y ¡zaz! El verano es distinto acá. El sol quema de otro modo. Y es también la síntesis más exacta de eso que nace y retumba de los barriles en el batey de los hermanos Ayala. Afuera Loíza aguarda la procesión de Santiago Apóstol.
Adentro la tierra hierve y hay quien baila descalzo. Ahí está Modesto Cepeda en los coros. Un niño que baila un yubá lento, lentísimo, que acelera y se hace hermoso en sus movimientos diminutos. O esa muchacha que le da un beso al subidor, despacio, después de haberle dicho quién sabe qué cosa con la mirada.
Aquí no mandan los ortodoxos. En este batey baila el que sienta una piquiña en el cuerpo. Hombres, niños, abuelas, extranjeros, da igual. Lo relevante es serle fiel a eso que bulle adentro. Los músicos no descansan. Cantan, tocan y saben que parar es siempre la última opción. Saben que parar es interrumpir lo incontenible.
Santiago Apóstol comienza su procesión. El tapón es un gusano de carros con las ventanas bajas. Hay humo de pinchos. Aparece una botella de pitorro. Amarillo mangó. Aquella señora se abanica y sigue con la mirada al santo. Un vejigante también se abanica y se pasea entre los carros con su rostro de coco. Eso afuera. En el batey de los hermanos Ayala la bomba sigue. La bomba no acaba nunca.