Despunta el mediodía y en El Viejo San Juan no huele a viruta mojada. Tampoco a maíz tostado. Aún no hay algodones de dulce ni manzanas acarameladas. Mucho menos elefantes tristes o leones enfermizos. De a poco, sin embargo, a la ciudad amurallada llegan niños, padres, abuelos y personas de todo tipo. Es sábado y el cielo, azulísimo, el cielo, hinchado de sol, servirá como techo de la gran carpa hasta que caiga la tarde. La carpa no será otra cosa que la ciudad abierta: sus calles, aceras y plazas. Habrá risas y sonrisas. Habrá la segunda edición del Circo Fest.
Suena un tango de Astor Piazzolla en la Plaza Colón y una mujer, delgada como un alambre, argentina, inventa situaciones sin mediar palabra con un hombre que ha rescatado del público. Más tarde lanza un aro inmenso a rodar en medio de la plaza. Al final entrará en él, en una maniobra improbable, y rodará y rodará antes de pasar un sombrero por entre el público todavía atónito. La escena de los sombreros se repetirá. Como se repite en tantas otras partes del mundo. El Circo Fest, precisamente, eso es lo que busca: traer al país a los artistas de la calle para que caminar contenga, renovada, la promesa de reír.
Alrededor de cincuenta artistas de circo provenientes de Italia, Alemania, Brasil, España, Argentina, Puerto Rico, Chile, entre otros, conformaron apenas una parte del evento que se extendió durante todo el fin de semana. Difícilmente haya circo sin gente. Y es al público a quien le corresponde intervenir, llenar el cántaro en reacción al trabajo de clowns, trapecistas, zanqueros, músicos, teatreros y malabaristas que ofrecieron todo con tal de ver nacer una sonrisa en el rostro del otro. Resulta que el Circo Fest pone a prueba la capacidad de regresar o insistir en la infancia.
Frutillas con Crema llegó de Chile y se prepara –como en un camerino al aire libre– rodeado de decenas de personas que esperan impacientes a que comience su función en la calle Fortaleza. Es un hombre bajito, tatuado, y usa mameluco violeta, poco maquillaje, chaqueta y botas gastadas. Hace malabares, se sirve del aplauso y los gritos del público, que regula en intensidad manejando una rueda imaginaria.
Cuesta creer tanta sencillez. Frutillas se transforma en dos segundos y ahora es un jorobado con dientes podridos y pelo revuelto que ofrece abrazos gratis a niños que huyen de él despavoridos. Hasta que se rompe el hechizo. Algo se recompone y comienza, vaya a saber por qué, una pequeña fila de niños que buscan abrazar a ese hombre horrendo. Algo en los ojos de Frutillas, más allá del clown, se hace agua o ilumina. Para eso sirve el teatro, parece decir a gritos la escena; para quebrar al actor y anegarle la mirada.
Es media tarde y le toca el turno a Manolo Carambolas, de España. Manolo combate los problemas técnicos de la música que requiere su rutina e improvisa como electro mimo y se gana el favor del público y los aplausos. Antes, el hombre Chicle, de Puerto Rico, hizo lo propio en la misma calle. Introduce un globo en su nariz que saca por la boca, se interna dentro de una maleta minúscula, contorsiona sus brazos como si quisieran salírsele. Al final se adentra en una gran bola rosada para hacerle honor a su nombre. “Mira, mamá, una bola de chicle”, se le escucha a una niña. Y estalla una ovación.
El techo de la gran carpa ya no es más azul. Ahora oscurece y en la plaza de la Barandilla Los Mocosos hacen cantar a una inmensa multitud que recuerda o conoce, por primera vez, las canciones que entonan. Arriba brillan un par de estrellas. No tantas. Y eso basta. Y hasta sobra.
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