Hoy se conmemoran 42 años del Golpe de Estado de 1973 en Chile. Con motivo de esta fecha, Diálogo comparte esta crónica, publicada originalmente el pasado año.
En los jardines humanos
que adornan toda la tierra.
-Violeta Parra
La cosa va más o menos así. A veces uno vuelve. Digamos eso, que es posible volver. Un lugar, ciertos afectos, algún olor; da igual. Yo volví. De niño pasé una temporada en esa casa con jardín y volví. Ahí creció mi viejo, mis tíos, murieron mis abuelos. Dentro de esa casa hubo una familia. La casa es de dos pisos y forma parte de un barrio medianero tirando a bajo. En ella ahora habitan personas que no conozco y que prefiero no conocer. La escena sería absurda, sicópata:
–Buenas tardes. Conozco su casa.
–…
– ¿Todavía cruje la madera a mitad de noche?
Hace mucho, cuarenta, cincuenta años, el sector fue la esperanza o la promesa de un plan urbanista que acabó muy pronto, o no empezó nunca, y terminó siendo el lugar mustio venido a menos que es hoy.
Sería fácil ubicarlo en Google Maps. Santiago, Chile. Quinta Normal. Cerca hay una estación de metro con el nombre de la comuna y varios museos, entre ellos el de la memoria. Dentro del museo se presenta una exposición de Luis Camnitzer, artista germano-uruguayo, titulada Contra el olvido. De entre las piezas resalta una oreja blanca hecha de yeso incrustada en la pared con la palabra “OJO’’ bajo ella. Quisiera sacarle una foto, aunque esté prohibido, aunque una guardia me mire atenta a lo lejos como insinuando, “atrévete, pende..’’. Al final la saco, rápido: una oreja temblorosa y desenfocada.
El dos mil trece es turbulento en más de un sentido. Es año eleccionario. Una derecha dividida se enfrenta a una izquierda conservadora y fofa. Las huelgas, aunque aisladas, se suceden en distintos niveles. Por otra parte, se conmemoran cuarenta años del Golpe de Estado. Para muchos hablar de cicatriz es prematuro teniendo la herida insistentemente abierta. Cicatrizar, comenzar a hacerlo, acaso se parezca a obtener justicia.
Pero volvamos, volvamos a la casa, aunque no haya casa todavía. Estas líneas intentan dar cuenta de esa casa y su jardín. Ella, como tantas cosas, se aferra un poco torpe a la memoria y lucha, justamente, contra el olvido.
Hablemos del otoño. En la ciudad otoña y las hojas hacen crash, crash, crash, si no ha llovido y uno las pisa. Si llueve, en cambio, se agolpan en los zapatos y forman una pulpa molestosa al caminar. Pero no llueve. El otoño es entonces ese crujir amarillo.
Un taxi. El primero en reconocer la señal de la mano. Adentro huele a uno de esos perfumes automovilísticos. Buenas tardes. El taxímetro arranca implacable. Me acompaña mi primo Rodrigo. Es un tipo enorme, usa espejuelos, las mismas entradas en la frente herencia de este lado de la familia. Fue suya, en parte, la idea de volver a esa casa que en su caso abriga prácticamente la totalidad de su infancia. La suya quedaba cerca, a un par de zancadas. Inventar una cancha imaginaria en aquel entonces, y jugar, era suficiente para salvar la distancia entre ambas.
Miro por la ventana e intento reconocer el paisaje. El taxista, un hombre calvo, interrumpe el ejercicio memorioso con uno de sus chistes xenofóbicos. Cuando acaba uno se toma la barriga y golpea el guía a intervalos. Su contentura radica en la convicción de su sentido del humor. Los dados de peluche que penden del espejo retrovisor resienten esos golpes. Se bambolean. Decido permanecer en silencio para no cagármele en la madre y evitar una posterior histeria o choque, futura colisión, como quiera llamársele, o porque soy a todas luces un extranjero si abro la boca. Como desconozco la posible reacción del humorista dueño y señor del volante, elijo el silencio como pasaporte.
Ahora sí. Vuelvo. Intento descubrir cosas vistas hace mucho, pistas de las tardes en que llegaba sucio del colegio junto a mi hermano, con frío, las corbatas desajustadas. Alegres, diría. Busco dar con alguna de las paredes en las que chocaba una pelota plástica, color azul. Nada. Con mi primo acordamos caminar. Detenemos el taxi y caminamos. El taxi queda por suerte atrás y veo las casas bajas, negocios improvisados dentro de otras casas de concreto armado por donde se asoman las junturas de los bloques y algunas vigas carcomidas. Hay perros, se los ve andar en esta parte de Santiago. Dos millones y medio. Esa es la cifra aproximada de perros callejeros en todo el país. Son enormes. Vagan hambrientos. No ladran, los perros de la calle no ladran. O ladran, sí, pero al aire. Husmean cada bolsa prolijamente hasta dejar una estela de basura. Así es la fe.
Hace buen clima, la tarde está hecha de esa bruma hermana del smog en esta ciudad hundida donde se dice que los pájaros, aunque lo intenten, no cantan, tosen. Santiago está enclavada, la resguarda y aleja ese monstruo al que llaman cordillera. Un horizonte demasiado alto. Cuando la lluvia limpia el cielo la cordillera pasa de análoga a HD. El espectáculo invita a no cambiar de canal, a detenerse y dejar correr el día mirando. Pero esa empresa es compleja en una ciudad de casi siete millones de personas –el Censo es esquizofrénico– donde el trajín habitual empuja a la ciega veneración del verbo llegar. La cordillera es también punto cardinal. Con ella algunos se orientan, otros, en cambio, se pierden definitivamente, sobre todo en días donde el gris hace del cielo una masa uniforme.
El hombre de boina calada, bigote blanco y estrella roja se llama Cirilo. Nunca se ha movido de este lugar, tampoco del bazar que atiende desde que el tiempo es tiempo.
– ¿Ya hizo la revolución, Cirilo?
–Ahí estamos.
Rodrigo también le pregunta por su salud y sus rutinas. Cirilo conoce a mi primo de pequeño y lo saluda con cierto gesto paternal. Nos despedimos y Rodrigo le compra una cerveza que más tarde le regala a Hugo, el loco del barrio.
Los padres de Hugo murieron, ahora vive solo. En el barrio temen que incendie la casa que ellos le dejaron. Hace mucho trabajó y se sintió útil, poderoso. Tenía a su cargo varios súbditos la temporada que estuvo en la Marina, en una isla al sur; el mismo periodo que se llevó parte de su cordura.
Parece viejo, tiene una barba silvestre y el poco pelo que le queda muy negro. Su sonrisa es un agujero del mismo color. Habla de su esquizofrenia con una extraña lucidez. Agradece la cerveza y confiesa que oye voces y que en más de una ocasión ha besado a perros y gatos que confunde con mujeres hermosas venidas de otro tiempo. Una vez una de esas mujeres lo mordió. Hugo exagera esas escenas y suelta un par de carcajadas, celebra su desgracia, y se agarra la panza con la ternura de un niño.
Al doblar una esquina, Rodrigo me empuja con el codo.
–Esta es, po’ weón. Llegamos.
Días antes de llegar a la casa intenté armar sus piezas en la memoria y fracasé. Recordaba ciertas cosas, pocas, más bien anécdotas, algunos momentos que ocurrieron dentro. Si la memoria elige, la mía apunta hacia la experiencia y no donde esta ocurre. Hacia el vuelo, no al avión. De esta casa, sin embargo, recuerdo insistentemente su jardín. Es pequeño, sencillo. Guardo la imagen de mi abuela, esmerada en su cuidado. Mi esmero se reducía a robar las fresas que ella cuidaba a escondidas. Con el tiempo supe más sobre este jardín.
A mi abuelo nunca lo conocí. Conozco algunas historias. He visto varias fotos suyas. Un hombre calvo, bajo, muy mayor. Nariz gigante, orejas igual. Usaba tirantes. Sus ojos parecen retener algún asombro. Quisiera haberlo espiado tomando el té, alistándose para trabajar, llegando a todas las casas que construyó con sus manos inmensas, o verlo leer. Eso, verlo leer. Era buen lector. Ahorraba y compraba libros. Solo cursó la escuela elemental. Le gustaba Tolstoi, grandes volúmenes, revistas que formaban su tesoro personal y que hubo que enterrar en el jardín durante los tiempos de la dictadura. Que hubo que deshacer con agua y más tarde enterrar, con la ayuda de mi abuela. Juntos. La imagen es terrible y hermosa. Una mujer y un hombre entierran sus libros en un jardín para salvarse.
A Rodrigo le oculto mi decepción al ver la casa. Nos movemos al otro lado de la calle y con el celular saco una foto; temblorosa y desenfocada.
–¿Nos vamos?
–Dale.
Este escrito fue originalmente publicado en 80 grados.