Carlos, Javier y Manuel son tres jóvenes de entre 15 y 17 años de edad que esperan por una segunda oportunidad en la vida, mientras cumplen sentencia en un centro de detención juvenil en Bayamón.
Los tres comparten el mismo infortunio, la misma tristeza, la misma frustración y añoran la misma suerte. Sueñan con la libertad y con poder reencaminar sus vidas. Vidas que para el Estado necesitan ser corregidas, castigadas, pero que, según sus miradas frías, necesitan con urgencia calor humano y compromiso.
En sus cuerpos la tinta narra la historia: una, dos, tres, cuatro muertes; uno, dos, tres familiares y un amigo. La incertidumbre que produce el encierro y la desesperación de reencontrar la felicidad los mantiene creyendo en el futuro.
Carlos tiene apenas 16 años de edad y hace ocho meses que lo arrestaron. Confiesa que desde los 11 años aprendió a consumir y vender drogas en su barrio. Cuenta que vendía “pepas” y “pasto” no por necesidad, sino porque así él lo quiso. Siendo un niño entró a este mundo de “panas” y juntilla. Cuando lo arrestaron ya tenía cuatro años en el negocio de las drogas, de las armas, de los placeres, de las muertes y las amenazas. El día del arresto cargaba con drogas. La policía lo identificó por ser menor de edad y conducir un vehículo sin marbete. Ese error le costará tres años de reclusión.
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Los lujos, las falsas garantías económicas y “el poder” son algunas de las principales seducciones que conducen a muchos jóvenes del País a las garras del bajo mundo. (Ricardo Alcaraz / Diálogo)
“Yo lo que quería era dinero. Pero no había necesidad, porque mi pai y mi mai me han da’o to’”, dijo.
Hoy Carlos piensa la vida de una forma diferente, pero para él es imposible garantizar que cuando salga no volverá a reencontrarse con su pasado. Su mirada lo dice todo. Es un joven que ha vivido mucho a pesar de su corta edad y reconoce que no será fácil escapar de las garras del bajo mundo.
“Es duro salir del encierro y que te rechacen, porque piensen que eres malo por cometer errores. De aquí se sale con una marca que cierra puertas que en la calle nunca se cierran”, comentó aludiendo al rechazo que viven los exconfinados en la libre comunidad, cuando salen con un récord criminal que muchas veces no permite una reintegración exitosa en la sociedad y los conduce nuevamente a la reincidencia.
“Cuando estaba en la calle todos estaban conmigo. Cuando me arrestaron todos se viraron. Solo uno me apoyó”, contó.
Ese uno era su mejor amigo. Tenía su misma edad y hoy está muerto. Lo mataron en un tiroteo en alguna parte del área metropolitana. “Lo llenaron de plomo, porque se la buscó”, indicó Carlos. Dice que él solo quiere salir y averiguar quién fue el asesino. Es tímido, pero intimida. Las cicatrices en su cara muestran un poco de su pasado. También las quemaduras de cigarrillo en sus piernas, que nunca le han dejado de doler. Era un niño cuando su padre se las hizo sin razón. Por eso las esconde y baja la mirada cuando se las miran.
Contrario a Carlos, Javier no quiere saber más de su familia. La muerte de su hermano bastó para que los lazos con su madre se debilitaran y dieran rienda suelta a la rebeldía. Su hermano murió en un accidente vehicular y lo último que recuerda de él es una discusión acalorada entre ambos.
En la escuela intermedia Javier no estudiaba, pero protagonizaba las mejores peleas. El bajo mundo lo sedujo poco a poco, mientras se debilitaba la familia y el dolor de perder a un hermano se fundía con las malas intenciones de los que provocaban su ira.
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Según el Informe de la Población Correccional Promedio por Categoría, publicado por el Instituto de Estadísticas de Puerto Rico, hasta noviembre de 2013 alrededor de 500 jóvenes se encontraban detenidos en instituciones juveniles administradas por el Departamento de Corrección y Rehabilitación. (Ricardo Alcaraz / Diálogo)
“Mi madre me entregó porque decía que no tenía control de mí. Recuerdo que agredí a mi cuñada. Hoy me pongo hablar solo y me pregunto por qué hice las cosas que hice. A veces, la vida no es como uno realmente la sueña”, lamentó el joven de 17 años. Él ya terminó su cuarto año. Su único deseo es realizar un bachillerato en enfermería, lograr sus metas paso a paso. En enero cumple su condena de un año por agresión.
De los tres entrevistados por Diálogo, Manuel es el más pequeño, acaba de cumplir 15 años y hace unos meses que lo sentenciaron a dos años. Días antes perdió a su verdadero padre: su abuelo. El “otro” –padre biológico- no se sabe dónde está. La única persona que lo aconsejaba y lo motivaba falleció ante sus ojos por causas naturales. En el antebrazo derecho de Manuel se lee todavía el último consejo: “persigue el amor, se fuerte”.
“Yo he vivido 15 años y siento que he desperdiciado mi vida en la calle. Este lugar tampoco ayuda. Yo ni sé lo que voy a hacer cuando salga. Yo no estudio. No me quieren en las escuelas. No es fácil. Uno quiere echar pa’ lante, pero como que la sociedad no brega tampoco”, aseguró con frustración.
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Lamentablemente para muchos de estos jóvenes las oportunidades para reincorporarse en la sociedad se limitan, por lo que la reincidencia, aunque no se desee, siempre es una alternativa tentadora. (Ricardo Alcaraz / Diálogo)
Manuel dice que es bravo, que está donde está porque tuvo que “meterle las manos” a unos policías que intentaban arrestar a su hermano. Y es que se suponía que Manuel heredaría el negocio de estupefacientes de su hermano. Las circunstancias no lo permitieron. El imperio se vino abajo hace apenas cuatro meses, y la vida ya no es igual.
“Llegaron los guardias y se lo llevaron. Yo desde chamaquito he sido usuario de todo. Y también vendía marihuana. Uno trata de estar fuera de los problemas, pero como que los problemas me buscan. Si no es la familia es la calle”, aseguró mientras se estrujaba los ojos y regalaba una sonrisa contagiosa.
Así como Carlos, Javier y Manuel, son miles los menores que son removidos de sus hogares por maltrato y delincuencia, entre otras razones. Para los tres, el miedo más grande es volver a la calle. Ninguno quiere regresar al pasado que entre drogas, placeres y violencia los hizo cometer actos irracionales. Pero, según estadísticas del Departamento de Corrección, uno de cada tres jóvenes en las instituciones juveniles del país reincide antes de cumplir la mayoría de edad.
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La inversión por estudiante de Puerto Rico hasta el año fiscal 2012-13 fue de un promedio de $5,579 en fondos públicos en el nivel de educación básica (1er grado hasta 12mo grado) y al presente, según reportes del Instituto de Estadísticas, la deserción escolar permanece fluctuando el 40 por ciento. (Ricardo Alcaraz / Diálogo)
Las opciones son limitadas. Hasta el año 2012, la Administración de Instituciones Juveniles de Puerto Rico contaba con seis oficinas de servicios multifamiliares y cinco centros de tratamiento, distribuidos a través de la Isla. También existe el Módulo Especializado en Salud Mental para varones y el Centro de Tratamiento Social para niñas, así como el Programa CREANDO, de la Guardia Nacional en Salinas. El problema es que todos estos servicios están enfocados en la rehabilitación mental pero no así en la restauración social. Y así continúa un círculo vicioso del que solo emerge victorioso quien determina colocar su mirada más arriba del camino del sin sentido y la sin razón. Son ellos los otros hijos de la patria, los que buscan en otro corazón la poca esperanza que les queda.