Leila Guerriero, la argentina mordaz, la periodista implacable, delgadísima y astuta, nunca tomó un taller de periodismo en su vida. Tampoco pisó ninguna escuela de comunicación, esas donde a veces enseñan cosas que luego más vale desaprender. Joel Cintrón Arbasetti, periodista puertorriqueño, en cambio, ha tomado varios. El último con Leila, en El Salvador.
Allá llegó gracias al auspicio de la Fundación para el Nuevo Periodismo Iberoamericano (FNPI) y El Faro, medio local que, como anuncia su nombre, es guía para los periodistas del continente. Joel también es delgadísimo, astuto, y pertenece a esa estirpe de periodistas que de a poco –como el comején– persisten en ejercer el oficio periodístico más allá de la cacofonía diaria. En nuestro archipiélago labora para el Centro de Periodismo Investigativo, antes lo hizo para Diálogo. Egresado de Periodismo de la Universidad del Sagrado Corazón, más tarde completó una maestría en Teoría e Investigación en la Escuela de Comunicación Pública de la Universidad de Puerto Rico en Río Piedras. Su trabajo privilegia los temas migratorios, económicos, la música o el impacto nefasto y desleal de empresas multinacionales.
A la tercera fue la vencida. El taller, que llevó por título Periodismo narrativo: reporteo, mirada y estilo, formó parte del Foro Centroamericano de periodismo, y Cintrón fue el único puertorriqueño en ser admitido de un total de doce participantes provenientes de distintas geografías del hemisferio. Antes había sometido para tomar talleres en la fundación creada por el colombiano Gabriel García Márquez, pero los resultados fueron magros. La última vez, la vencida, fue distinto. La noticia la supo mientras trabajaba, mediante correo electrónico. El resto fue celebrar. El resto, además, fue tomar el avión.
“Era la primera vez que iba a viajar a un país latinoamericano, nunca había viajado fuera de Estados Unidos”. Desde arriba, San Salvador le pareció demasiado negra. “Llegué de noche. Y eso me impresionó mucho, la oscuridad del lugar”, cuenta ahora, sentado a una mesa con ventana en una librería de Santurce.
Si diéramos un salto en el tiempo y bajáramos a tierra, a San Salvador, habría que contar que los talleres fueron una especie de reclusión voluntaria –empezaban a las nueve de la mañana y terminaban a las seis de la tarde, durante seis días– donde el trato, al menos con sus pares, fue igualitario. “Era algo bien horizontal. Como olvidarte de todo lo que has hecho”. La argentina mordaz, implacable, asignaba tareas y los pupilos, obedientes, cumplían. Cintrón escribía en las mañanas. Antes hubo que leer crónicas de maestros como el colombiano Alberto Salcedo Ramos o los argentinos Martín Caparrós y Josefina Licitra.
La primera tarea fue describir la fotografía de una luna de Saturno. La segunda, trazar en una breve crónica el trayecto del aeropuerto al hotel. Le siguió la descripción de una escena violenta, vivida o escuchada. Hasta que llegó el reporteo en un pueblito: Santa Tecla. Ahí, durante dos horas, recorrió sus calles. La idea era hallar una historia. Aunque no la encontró, hizo todo lo posible. Precisamente a ello apeló Guerriero, recuerda Cintrón, y se calza unos espejuelos rojos. “Ella enfatizaba mucho en la importancia del reporteo y la mirada. Sin reporteo no hay historia, hacen falta los dos elementos”, cuenta que insistía la maestra. Dos horas parecen poco para encontrar algo que decir en un lugar desconocido. Despacio hizo lo que pudo y al final, a fuerza de ejercer una observación minuciosa, armó una breve postal escrita de Santa Tecla. “Tuve mis momentos de gloria y mis momentos en que me destruyó lo que hice’’, bromea ahora.
Leila Guerriero es acaso una de las periodistas argentinas más reconocidas en la actualidad. Ello se lo ha ganado a pulso escribiendo y editando para varios de los mejores medios del continente como Etiqueta Negra, Gatopardo, El Malpensante o El País, de España. Libros como Los suicidas del fin del mundo, Plano americano, Una historia sencilla o Zona de obras dan cuenta de una obra periodística, valga la redundancia, cuya onda expansiva crece a pasos agigantados.
Nació en Junín, Argentina. Tenía veintidós cuando entregó un texto de ficción en la oficina de Verano 12, suplemento del diario argentino Página 12. Quien recibió el escrito fue el polémico y aguzado Jorge Lanata. Pasó poco para que Lanata le ofreciera un trabajo. Y ella aceptó. Y desde entonces supo que no quería hacer otra cosa que no fuera periodismo. Desde entonces, supo que a ello entregaría su tiempo de vida.
Cintrón regresa a las asignaciones y a la capacidad de Guerriero de comentar un texto recién leído en voz alta. “Al final le tocaba a ella. Decía lo que le gustaba y lo que no le gustaba, así, bien claro”. De la argentina mordaz, implacable, el boricua tuvo acceso a su juicio cortante. “Ella es bien precisa. Y todas las críticas las sustenta con algo. Tiene unos parámetros bien específicos. Se basa en que todas las palabras sean significativas, nada puede ser arbitrario”. Esa arbitrariedad que Guerriero desdeña se debe a una desconexión con aquello que se intenta contener y que practica a diario buena parte de la prensa tradicional. “Ella dijo que nos iba a hacer hiperconscientes del texto. Y ese propósito creo que lo logró”, admite Cintrón.
Aunque de a poco digiere el conocimiento adquirido, compartido con pares de La Diaria, de Uruguay, o El Espectador, de Colombia, es claro a la hora de hallar en el ejercicio periodístico nuestro cierta ausencia en el uso de la mirada o, como recuerda dijo Leila, eso que ella llama la subjetividad sincera. “Es algo que no se cultiva mucho, por lo menos en el periodismo tradicional, porque se depende mucho de las fuentes y la mirada del periodista está ausente”. Esa ausencia se la atribuye a varios factores. “La rutina de trabajo tal vez no da ese espacio. Junto con el cansancio, tal vez. Le temen a calificar, a interpretar, a la subjetividad, porque está esta idea de una supuesta objetividad”, elabora.
Esa supuesta objetividad, a su parecer, promueve un desdibujamiento peligroso de aquel quien cuenta las historias reales de las que se ocupa el periodismo. Y recuerda una frase de su maestro Mario Roche: “Es un peligro convertirse en grabadoras con patas”. De igual modo, le preocupa la ligereza de ciertos periodistas y su relación con los editores en el País. “Los periodistas deberían pelear más con los editores, proponer cosas y pelear para que esas cosas salgan”.
Por ello, en parte, defiende los talleres como una fuente de inagotable intercambio. “Son saludables porque al fin y al cabo es un compartir de conocimiento”. Aún con lo visto, escuchado y vivido latiendo fresco, reconoce lo aprendido como una suerte de bisagra. “Es como un antes y un después. Yo no voy a volver a escribir como escribía antes”, dice Cintrón, con tono mordaz. Implacable.